Dos mujeres con burka caminaban el domingo pasado por un mercado de alfombras en Kabul.

Afganistán se hunde bajo el control talibán

Dos mujeres con burka caminaban el domingo pasado por un mercado de alfombras en Kabul.
Dos mujeres con burka caminaban el domingo pasado por un mercado de alfombras en Kabul.AFP HECTOR RETAMAL (AFP)

Tres meses después de que los talibanes se hicieran con el poder en Afganistán, el país asiático se hunde en la miseria. La cifra aleatoria de sus 100 días en el Gobierno, franqueada el pasado martes, está sirviendo para hacer balance de la situación. Nada que celebrar. El país es más pobre que el 15 de agosto, se ha quedado aislado y el colapso de su economía ha anulado los esperados réditos de la paz. Las promesas de los fundamentalistas de respetar los derechos humanos, incluidos los de las mujeres y la libertad de prensa, se han probado hueras, dificultando tanto su reconocimiento como la asistencia internacional.

Los talibanes se han esforzado por mostrar una imagen más moderada que cuando gobernaron el país en los años noventa del siglo pasado. “Nuestra visión para el futuro de Afganistán es una sociedad abierta, diversa, donde la gente tiene libertad de movimiento, libertad de expresión y los demás derechos que el islam otorga a las personas”, ha declarado el portavoz de Exteriores, Abdulqahar Balkhi.

Sus palabras suenan bien a falta de aclarar qué límites marca su interpretación del islam. Los hechos hacen temer que haya cambiado poco desde su anterior dictadura. La diversidad del país no se ha reflejado en el Gobierno. A pesar de una anunciada amnistía general, muchos de quienes colaboraron con las fuerzas extranjeras están siendo perseguidos; hay constancia de ejecuciones públicas en algunas ciudades, y la libertad de prensa ha desaparecido junto a 257 medios de comunicación. Pero lo que está poniendo a prueba sus intenciones es, sobre todo, el trato a las mujeres.

Es cierto que esta vez no les han impuesto el burka, el sayón que cubre de la cabeza a los pies con una rejilla a la altura de los ojos, ni prohibido salir a la calle sin la compañía de un varón de la familia. Sin embargo, no se está permitiendo que las afganas vuelvan al trabajo, salvo en los hospitales y alguna actividad concreta, ni han reabierto las escuelas secundarias para chicas. Quienes vivieron bajo su férula ya escucharon entonces la excusa de que necesitan tiempo para crear un ambiente seguro. Y la reciente “recomendación” a las televisiones para que no emitan películas en las que aparezcan mujeres ha confirmado los peores presagios.

“Cada día nos imponen más restricciones y no podemos decir la verdad”, confía un empresario de la comunicación de etnia pastún (como la mayoría de los talibanes) y que al principio no se sintió amenazado por el nuevo régimen. Al contrario, le dio el beneficio de la duda ante la corrupción del anterior Gobierno y lo que percibía como una discriminación de su comunidad por parte de los afganos persófonos que, según él, controlaban las palancas de la República. Tres meses después pide el anonimato para hablar y planea salir del país. “Esperábamos que hubieran cambiado, pero poco a poco están mostrando sus verdaderos colores”, resume.

Thomas Ruttig, uno de los mayores expertos en Afganistán y codirector del centro de estudios Afghan Analysts Network, coincide en que el balance es negativo. “Ha supuesto un paso atrás en los derechos humanos y cívicos de los afganos”, afirma durante una conversación telefónica. No obstante, considera que “aún está por ver si es el resultado de una política sistemática de los talibanes o de comportamientos individuales y falta de cohesión del grupo”.

Este analista opina que también se trata de “un fracaso de Occidente porque no construyó un marco institucional al que los afganos descontentos pudieran recurrir para hacer oposición de forma efectiva”. Asegura que no existía una sociedad civil independiente. “Como sucedía con las fuerzas de seguridad, dependía de la financiación extranjera y al fallar esta, ha sido incapaz de sobrevivir”, explica. Los fundamentalistas enseguida reprimieron las protestas, organizadas por pequeños grupos de mujeres y sin una estructura de apoyo.

“Lo único positivo, según me cuentan los afganos, es el fin de los combates”, señala. Aunque el Estado Islámico (IS-KP) ha realizado algunos atentados, la situación ha mejorado de forma significativa, sobre todo en las zonas que se encontraban bajo control talibán desde tiempo atrás. “La gente está contenta de que ya no haya drones sobrevolando sus cabezas y de poder ir a trabajar a los campos incluso de noche”, añade.

Aun así, ese ansiado beneficio ha quedado ahogado por la pérdida de la ayuda internacional y el aislamiento que afronta el nuevo régimen.

Los talibanes se hicieron con las riendas de Afganistán sin planes sobre cómo gestionar el país. En la embriaguez del paseo triunfal que les granjeó el derrumbe del Gobierno de Ashraf Ghani olvidaron que el compromiso de ayuda de Estados Unidos era contingente a que no conquistaran militarmente Kabul y compartieran el poder con el resto de los grupos afganos. Su avance sobre la capital supuso la ruptura de relaciones de los países que aportaban el equivalente a un 43% de su producto interior bruto (PIB) y financiaban el 75% de su gasto público.

Las sanciones por terrorismo que la ONU y Estados Unidos habían impuesto al grupo armado y a sus líderes afectan ahora al Gobierno provisional. Como resultado, Washington congeló las reservas afganas de divisas (9.000 millones de dólares) que guardaba en sus depósitos de la Reserva Federal y se interrumpió la ayuda extranjera. Incluso la asistencia humanitaria, para la que se han hecho exenciones, encuentra dificultades ante el bloqueo del sector bancario. La escasez de dinero en efectivo ha impulsado los precios al alza a la vez que se depreciaba la moneda nacional, el afgani.

Las consecuencias de ese colapso económico, sumadas a la grave sequía que ya padecía el país, han sido catastróficas para la población. Apenas un mes después de la caída de Kabul, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) calculaba que el 95% de los cerca de 40 millones de afganos no tenían suficiente comida. Con la llegada del invierno, 23 millones están en riesgo de hambruna, entre ellos tres millones de niños menores de cinco años, tanto en el campo como en las ciudades.

Ya el pasado septiembre se podía ver en Afganistán que muchas familias empezaban a vender sus enseres no solo para emigrar sino, a menudo, simplemente para subsistir. En todas las ciudades surgían mercados de segunda mano en los que se desprendían de muebles, alfombras, electrodomésticos y vajillas. Hace un mes, empezaron a llegar noticias estremecedoras de padres que recurrían a vender a sus hijas, incluso bebés. Es difícil imaginar mayor desesperación, o ponerse en el lugar de una madre afgana.

Los dirigentes talibanes piden que se reconozca la legitimidad de su Gobierno, se suspendan las sanciones contra ellos, se les permita el acceso a las reservas afganas sin condiciones y se trate a Afganistán como un país soberano. “¿Cómo vamos a facilitar servicios si nos cortan los recursos extranjeros y las organizaciones internacionales suspenden su ayuda?”, preguntaba el viceministro de Sanidad Abdulbari Omar, durante una reciente conferencia de prensa.

Para Ali Yawar Adili, un analista político afgano que ya ha abandonado el país, “estos 100 días se han caracterizado por profundas contradicciones”. Piensa que, en algunos aspectos, han resultado peor de lo esperado. “Culpan al anterior Gobierno y a la comunidad internacional, sin asumir que la situación actual es consecuencia de su campaña militar”, dice. No obstante, les reconoce algo de éxito en “consolidarse como la única opción viable [de Gobierno] y asegurarse una plaza en varias plataformas regionales como el proceso de Moscú”.

Aunque los principales donantes y organizaciones internacionales siguen hablando con los talibanes, el reto que afrontan no es solo encontrar vías para ayudar a una población crecientemente empobrecida sorteando a la nueva administración. Hay también problemas éticos. Los fundamentalistas aceptan de buen grado la asistencia extranjera, pero mantienen políticas que la dificultan.

Además de carecer de planes económicos, están dando prioridad a pagar a sus combatientes, mientras que los empleados públicos llevan tres meses sin cobrar. De momento, la ONU anunció a principios de este mes que había pagado directamente a 23.500 sanitarios. También ha mostrado su voluntad de hacer lo propio con los maestros. Como ha tuiteado Heather Barr de Human Rights Watch, sería más fácil si reabrieran las escuelas secundarias para chicas. Su cierre plantea un dilema a los donantes “que no pueden financiar sistemas discriminatorios”.

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