Bach arrecia en primavera


Johann Sebastian Bach nació en Eisenach (Alemania) el 21 de marzo de 1685. Así lo certifica el propio compositor en la genealogía musical de su familia que redactó en 1735 (en la que se incluye a sí mismo y a sus hijos mayores), y lo ratifica Carl Philipp Emanuel en la necrológica redactada tras la muerte de su padre, y así había quedado constatado en 1732 en el Musicalisches Lexicon (“gebohren daselbst an 1685 den 21 Martii”), de Johann Gottfried Walther. Sin embargo, el calendario gregoriano no se implantó en Turingia hasta 1700, lo que quiere decir que aquel 21 de marzo era en realidad, en gran parte de Europa, el 31 de marzo. No obstante, aquella fecha del antiguo calendario juliano se ha mantenido inmutable en el imaginario popular y muchos recordarán, por ejemplo, el festín musical que se organizó el 21 de marzo de 1985, cuando se conmemoraba el tercer centenario (menos 10 días) del nacimiento de Bach. Y el 21 de marzo se celebra también desde 2013 el Día Europeo de la Música Antigua: la llegada al mundo del compositor alemán como fons et origo de pasado, presente y futuro, coincidiendo, además, con el día en que comienza (no siempre, como este año, en términos astronómicos) la primavera.

La música de Bach va a estar muy presente estos días en Madrid, convertida casi en capital musical europea desde hace meses. Abrió el fuego Benjamin Alard el sábado por la mañana, en el órgano de la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional, donde la tarde del domingo el grupo Café Zimmermann tocó la integral de los llamados Conciertos de Brandeburgo. El miércoles, 24, a la misma hora, coincidirán en la Sala Sinfónica y la Sala de Cámara de nuevo Benjamin Alard, esta vez al clave, y el pianista Daniil Trifonov, en cuyo programa figuran dos obras capitales del catálogo bachiano: la Ciaccona, compuesta originalmente para violín solo (y que el pianista ruso tocará en la transcripción para la mano izquierda de Johannes Brahms) y El arte de la fuga, uno de las obras en que el compositor alemán estuvo trabajando hasta su muerte y que acabaría publicándose de forma póstuma.

En el segundo de sus conciertos dedicados a la Clavier-Übung, las cuatro colecciones de piezas para teclado (clave y órgano) que Bach decidió llevar a la imprenta con el afán de darse a conocer como compositor, Alard se centró en la tercera entrega, una miscelánea publicada en 1739, “consistente en diversos preludios sobre el Catecismo y otros himnos para el órgano. Preparados para los amantes de la música y especialmente para los conocedores de este tipo de obras, para el solaz del espíritu, por Johann Sebastian Bach, Compositor de la Real Corte Polaca y Electoral Sajona, Kapellmeister y Director del Chorus Musicus de Leipzig”. Alard hizo preceder su personal selección (integrada exclusivamente por piezas manualiter, que pueden tocarse en los teclados del órgano) por los conocidos como seis Corales Schübler (por el apellido de su editor), arreglos organísticos de corales insertos originalmente en cantatas, y coronó el concierto con las prodigiosas Variaciones canónicas sobre la canción navideña ‘Vom Himmel hoch’, una de las proezas contrapuntísticas del último Bach, siempre deseoso de probar una nueva vuelta de tuerca, de acometer un más difícil todavía en sus especulaciones teóricas. Tanto aquellos seis corales como estas cinco variaciones sí que requieren preceptivamente el uso de los pedales (pedaliter), por lo que la estructura tripartita ideada por Alard funciona a las mil maravillas.

Organista titular de la iglesia de Saint-Louis-en l’Île de París, Alard hizo suyo con naturalidad el formidable instrumento de Gerhard Grenzing que cumple ahora justamente su trigésimo aniversario. Su objetivo parecía claro: dentro de una registración extremadamente sobria, fomentar la nitidez tímbrica de la melodía de los corales, presentada con frecuencia como cantus firmus, y alcanzar la máxima claridad entre las partes, tanto en las más sencillas piezas a dos voces (los cuatro Duetti, por ejemplo) como en las fughette de la Clavier-Übung, o en la fuga más intrincada del programa, la escrita a cuatro voces sobre Iesus Christus unser Heiland, que demostró que Alard se mueve como pez en el agua en estas músicas tupidas en las que, sin embargo, no puede dejar nunca de entrar la luz. Esta fuga marcó, probablemente, el punto más alto de todo el recital.

Las creaciones del Bach improvisador al órgano —la faceta que mayor renombre le procuró en vida— se han perdido para siempre, pero muchas de sus piezas son probablemente el fruto de plasmar sobre una partitura esa creatividad que brotaba de manera espontánea gracias a lo que debía de ser la milagrosa conexión existente entre su cerebro, sus dedos y sus pies. Alard nunca pierde la compostura, prima la austeridad sobre la fantasía y sólo pequeños gestos (el transporte a la octava superior en Christe aller Welt Trost o en el segundo Duetto, este último con dos de los teclados acoplados y tocado con enorme agilidad) se apartan levísimamente de la ortodoxia. Como es habitual en estos conciertos, sobre una pantalla colocada en el escenario se proyectaba la filmación de las manos y los pies del organista, aunque una ligera desincronización de las imágenes con respecto al sonido invitaba más bien a apartar la mirada. El vermut y los aperitivos que suelen seguir a estos conciertos matinales de órgano fueron suprimidos, como es natural. En su tercer concierto como artista residente de la presente temporada del Centro Nacional de Difusión Musical, Benjamin Alard tocará el miércoles en la Sala de Cámara, de nuevo al clave, otras dos Partitas de la primera colección de la Clavier-Übung.

Café Zimmermann

El concierto del domingo de Café Zimmermann en este mismo escenario sirvió para recordarnos que las obras de Bach impresas en vida de su autor no son la regla, sino la excepción. Sus hoy justamente famosos Conciertos de Brandeburgo (un nombre espurio que toman prestado del dedicatario, el margrave de Brandeburgo, que aparece en la partitura manuscrita fechada el 24 de marzo de 1721) no se editaron hasta 1850, por ejemplo, después de que el musicólogo Siegfried Wilhelm Dehn, responsable de la edición, los hubiera encontrado un año antes en la biblioteca de la princesa Anna Amalia de Prusia (la hermana de Federico el Grande), un hallazgo tanto más sorprendente cuanto que no existe mención alguna de estas obras ni en el obituario escrito por Carl Philipp Emanuel Bach y Johann Friedrich Agricola, ni en la biografía pionera de Forkel de 1802. Se trataba, por tanto, de obras absolutamente desconocidas y poco después de esta primera edición se convertirían también en uno de los frutos tempranos de la magna tarea emprendida por la Bach Gesellschaft a partir de 1850, consistente en llevar a la imprenta la opera omnia del compositor alemán, que seguía estando en gran parte inédita.

Si Bach hubiera querido componer música comercialmente rentable, no habría tenido ningún problema para hacerlo. Fue el músico mejor informado de la primera mitad del siglo XVIII y estudió con fruición todos los estilos, todas las escuelas, copiando en ocasiones nota por nota composiciones enteras de sus colegas europeos. No lo hacía, sin embargo, para situarse así más fácilmente en la estela del aplauso fácil, o para atraer el interés de editores ávidos de publicar colecciones con visos de éxito. A Bach le guiaba, por un lado, su afán de saber, de dominar todos los secretos de su arte y, por otro, su deseo de contar con el mayor número de herramientas posible para plasmar su pensamiento musical. Así, el contacto con la música de Vivaldi o Marcello (que llegó incluso a transcribir para clave u órgano) tendría una influencia decisiva en la escritura instrumental de sus conciertos y cantatas, del mismo modo que la práctica cotidiana de la música de los grandes organistas del norte de Alemania (Lübeck, Bruhns, Reincken, Buxtehude, Scheidt) dejaría una impronta indeleble no sólo en sus propias composiciones para órgano, sino en su tratamiento multiforme del coral luterano, uno de los cimientos básicos de la música barroca alemana.

Café Zimmermann, que toma su nombre del local de Leipzig en el que el Bach más más libre tocó durante años al frente de su Collegium Musicum, califica los Conciertos de Brandeburgo de integrantes “indispensables” de su repertorio. Los han grabado, los han tocado con frecuencia y se han convertido casi en una tarjeta de presentación. Parece ser que para esta pequeña gira española (el sábado tocaron en Sevilla y hoy, lunes, visitan Barcelona) han tenido que hacer acopio de instrumentistas no habituales, ya que las restricciones para viajar dificultan o imposibilitan que grupos integrados por músicos de diversos países puedan conformar sus plantillas con normalidad. Faltaban algunos puntales, como Pablo Valetti, cofundador y codirector de Café Zimmermann, o el violonchelista Petr Skalka, y todo el repertorio del concierto transmitió la sensación de estar prendido con alfileres. Por desgracia, sonó más a un trámite intempestivo que hay que dejar atrás que a una recreación polisémica y reflexiva de seis obras maestras muy diferentes entre sí.

Varios lastres pesaron durante gran parte de la tarde. El clave, situado al fondo, excepto en el Concierto número 5, no tuvo nunca la presencia necesaria en un espacio tan grande como la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional, poco propicia para las íntimas aventuras barrocas. Manfredo Kraemer tuvo una actuación muy desafortunada como violín solista en varios Conciertos (números 4, 1 y 3), superado en todos los frentes (belleza de sonido, claridad de la articulación, riqueza de golpes de arco, buen gusto, pulcritud técnica, afinación, refinamiento) por Mauro Lopes Ferreira. En una tarde sin héroes, de tener que optar por uno, el italiano sería sin duda el elegido: hiperactivo, no solo alternó violín y viola con pasmosa naturalidad en partes solistas muy comprometidas, sino que fue quien mejor transmitió la esencia más reconocible del grupo, ya que ni siquiera Céline Frisch, la otra cofundadora y codirectora de Café Zimmermann, tuvo su tarde más inspirada en el Concierto número 5, donde tocó su exigentísima parte con gran desenvoltura (y de memoria), pero también con rigidez, sin fantasía, transmitiendo al mismo tiempo esa mezcla de aire rutinario e innecesaria premura que caracterizó el conjunto de las interpretaciones. Haber situado en el centro el clave y el grupo del continuo en todo momento quizás habría ayudado a proporcionar orden y concierto al conjunto, porque faltó, en general, una guía, una mente rectora que confiriera sentido y dirección a aluviones de notas casi siempre en vuelo rasante, acentuara la transparencia, insuflara fluidez (que no premura o velocidad, que ya tuvimos más que suficiente) y corrigiera los abundantes desequilibrios.

Cuando se utilizó la cuerda al completo (3/3/2/2/1), las distintas secciones no sonaban como un grupo conjuntado y homogéneo, y nada ayudaba en este sentido la rudeza y el mecanicismo de Manfredo Kraemer cuando era él quien ejercía de concertino y, por tanto, de primus inter pares. En el Concierto número 5, en cambio, con tan solo un instrumentista por parte, la concertación ganó muchos puntos, acentuada por la presencia de Lopes Ferreira como violín solista. Los instrumentos de viento exhibieron también notables desigualdades, especialmente oboes, trompas y fagot. Karel Valter lució mejor sus virtudes con la flauta dulce que con el traverso; excelente y seguro Michael Form en sus dos intervenciones solistas y asombroso el desparpajo del veterano Gabriele Cassone en la intimidante y estratosférica parte para trompeta del Concierto número 2.

El público disfrutó de lo lindo durante las dos horas largas e ininterrumpidas que duró este desfile de conciertos “avec plusieurs instruments”, como escribió Bach con inmaculada caligrafía en la cubierta del manuscrito que dedicó, en francés cortesano, al margrave de Brandeburgo. Tenían tantas ganas de aplaudir mientras esperaban su turno para salir que retomaban espontánemente los aplausos hasta cuando, concluido el concierto, los músicos volvían al escenario a recoger sus partituras. No escuchamos, ni de lejos, la mejor versión de Café Zimmermann, ni tampoco interpretaciones dignas de recordarse de ninguno de los seis conciertos. Pero quizás haya que valorar por encima de todo el hecho de que ellos pudieran tocar y nosotros escuchar, que tantas personas lo disfrutaran y que el genio de Bach se proclamara una vez más a los cuatro vientos. Si miramos a nuestro alrededor, esta apariencia de normalidad que transmitimos de cara al exterior roza el milagro. Y basta preguntar a cualesquiera músicos para confirmarlo. Bach vuelve el miércoles al Auditorio Nacional: en sesión doble.


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