“Eres un niño guapo y listo como el demonio y vas a superarlo. No dejes que esto te defina. Sé que hay matones en el colegio que se burlan de ti, eso cambiará. Voy a pedir tu teléfono, no espero que contestes tú porque sé lo que te cuesta hablar por teléfono, pero te prometo que lo vas a superar. Te diré las cosas que me ayudaron a mí”.
En el vídeo, grabado con un móvil en medio del bullicio, aparece Joe Biden hablando a un niño algo abrumado. Es febrero de 2020 y, en uno de esos miles de actos de campaña que los aspirantes a la Casa Blanca celebran en el Estado de New Hampshire, el vicepresidente de la era Obama se encuentra con el padre de Brayden Harrington, que le habla de los problemas de tartamudez de su hijo. Biden se agacha, pega su frente a la del chico, le promete que saldrá adelante.
Aquel invierno en New Hampshire no parecía un escenario para la gloria de Joe Biden. El político, de 77 años, competía con una veintena más de aspirantes para convertirse en el candidato demócrata a la presidencia y, aunque entonces aún lideraba los sondeos, transmitía una enorme sensación de fragilidad ante el empuje de otros nombres más nuevos, más rompedores, o más alineados a la izquierda. Era la sensación de fragilidad de una voz quebrada por los años, de un participante débil en los debates, sin electricidad en los mítines y con una carrera política tan larga, de casi 50 años, que, más que hemeroteca, tenía un campo de minas. Hoy, meses después, el que le hablaba a aquel niño será el próximo presidente de Estados Unidos.
En agosto, Brayden, de 13 años, fue uno de los ponentes en la convención que coronó a Biden como candidato demócrata. En un sufrido acto de superación, aún tartamudeando, se dirige a medio mundo: “Soy solo un niño normal y, en poco tiempo, Joe Biden me hizo sentir más seguro respecto a algo que me ha molestado toda mi vida. Se preocupó”.
Ir a mercados, abrazar a niños y escuchar a las personas mayores parece una parte más del oficio de un candidato en campaña, pero la autenticidad es difícil de enseñar, imposible de estudiar, y el capital político del veterano demócrata estalla en ocasiones como esta. Para hablar a un niño tartamudo, para transmitirle que importa como lo hizo Biden, ayuda haber sido tartamudo.
Joseph Robinette Biden (Scranton, Pensilvania, 1942) se ha presentado en todo este tiempo al pueblo estadounidense como el candidato de la empatía para un tiempo de luto. Si las de 2016 fueron las elecciones del desgarro, las de 2020 han sido las de una América ya rota y atravesada por tres crisis simultáneas: la sanitaria, la económica y la social. Biden se ha postulado como el candidato que quiere curar heridas, salvar “el alma” de la nación.
La figura del ganador de las elecciones no se entiende sin las tragedias que le han marcado: la muerte de su primera esposa y su hija en un accidente; la pérdida de otro de sus hijos, Beau, por cáncer. Tampoco sin el lugar que le vio crecer, Delaware, un Estado de apenas un millón de habitantes donde la política se hace puerta a puerta. Menos aún se le entiende sin el nervio de la ambición: esta era la tercera vez que pugnaba por la presidencia y, a punto de cumplir 78 años, se ha convertido en el líder estadounidense de mayor edad.
El demócrata es, desde varios ángulos, un político contracíclico: quintaesencia del establishment tras años de protestas contra el establishment; un varón blanco y mayor en el momento de la mayor diversidad de la política de Washington; un moderado en pleno giro a la izquierda del Partido Demócrata. Su nombre no generó entusiasmo ni furor mediático en las primarias, pero logró aglutinar todos los frentes en ellas. Y durante la campaña se propuso hacer lo mismo ante la figura incendiaria de Donald Trump.
Los resultados electorales culminan una lucha de 30 años, los que han pasado desde la primera vez que intentó conquistar la Casa Blanca. “En un desayuno un sábado por la mañana, a finales de 1978, me miró y me dijo: ‘¿tú trabajarías en la Casa Blanca?’ Biden era joven, atractivo, muy cercano. Y ya pensaba en ello. Lleva pensando en ello desde los años 70”, rememora Sam Waltz, un empresario y periodista que conoce a Biden desde 1975, cuando empezó a cubrir temas de política en el Estado.
Joe Biden nació y pasó sus primeros años de vida en Scranton, una ciudad minera de Pensilvania, en el seno de una familia católica y obrera de origen irlandés. Esas raíces son las que ha utilizado en la campaña para marcar las diferencias respecto de Donald Trump. Esta es una elección, repitió, entre “Scranton y Park Avenue”. Aunque, en realidad, Biden se marchó de allí siendo muy niño y creció y se forjó como político en Delaware. Cuando su padre perdió el trabajo en una empresa de material de barcos de guerra, después de la Segunda Guerra Mundial, se mudaron a Wilmington, una ciudad de 70.000 habitantes, donde se recicló como vendedor de coches Chevrolet. El joven Joe estudió Derecho en la Universidad del Estado y tardó muy poco en entrar en la política local para dar el salto a la nacional.
El 7 de noviembre de 1972, a los 29 años, fue elegido senador por Delaware, el quinto más joven en la historia de la Cámara alta. Alto y apuesto, católico de raíces irlandesas, hubo quien le vio destinado a ser un nuevo Kennedy. Y una tragedia de corte kennediano le sobrevino unas semanas después. El 18 de diciembre, su esposa Neilia, de 30 años, y su hija pequeña, Naomi, de 13 meses, murieron en un accidente de coche. Los dos hijos varones, Beau, de tres, y Hunter, de dos, resultaron heridos de gravedad. Biden estuvo pensando renunciar a su escaño, pero finalmente juró a primeros de enero desde el hospital, junto a la cama de uno de los niños. Durante años tomó el tren por las mañanas desde su ciudad, Wilmington, a una hora y media de Washington, para regresar por las noches y estar con los pequeños. Años después empezó a salir con una profesora divorciada, Jill Jacobs, con quien se casaría en 1977 y tendría otra hija, Ashley. Biden siempre dice que los chicos, Beau y Hunter, tienen dos mamás, la que murió y Jill.
“Su capacidad de ponerse en la piel de la persona con la que está tratando, su sincera empatía, le hacen muy bueno para llegar a acuerdos con los republicanos. No habrá en el Despacho Oval nadie mejor para ello desde el presidente Lyndon B. Johnson”, explica por correo electrónico Laurence Tribe, un profesor de Derecho de Harvard que durante años asesoró a Biden en materia constitucional.
Aquellos fueron los años en los que Biden cimentó su capital político en Washington, cuando demostró su capacidad de tender puentes y también cuando tomó decisiones que no han envejecido bien: sus negociaciones con políticos segregacionistas, su controvertido papel de árbitro en la audiencia por acoso de Anita Hill (que en 1991 acusó al juez Clarence Thomas, negro al igual que ella, de acoso sexual), el impulso a una reforma penal que disparó las tasas de encarcelación (1994) o el apoyo a la guerra de Irak (2003).
“Lo conozco desde hace 40 años y no creo que sus ideas principales hayan cambiado. Las implicaciones de esas ideas sí han evolucionado con el paso del tiempo y los cambios. Tiene una gran mente y siente una gran empatía, así que es natural que su postura hacia algunos temas se haya vuelto más progresista”, afirma el profesor Tribe. “Por ejemplo, siempre creyó que Estados Unidos tenía un problema profundo de discriminación racial y esa idea ahora ha evolucionado hacia una postura más progresista en torno a las prácticas policiales o las políticas de rehabilitación para delitos menores. De igual modo, siempre creyó que la orientación y la identidad de un individuo no debería importar y fue alrededor de una década atrás cuando concluyó que las personas del mismo sexo tenían derecho a casarse”.
Lo defendió, de hecho, antes incluso que el propio Obama. Salvo entre los conservadores o trumpistas más radicales, es difícil encontrar simpatizantes republicanos o demócratas que no se refieran a él como un buen tipo, un hombre decente, una persona normal: algo de instinto, unos cuantos borrones y grandes dosis de pragmatismo. ¿Quién sobrevive en primera línea de la política de Washington sin esas cosas?
Los estadounidenses han elegido a un político profesional y ortodoxo tras cuatro años subidos a un toro mecánico, ha ganado un demócrata de la vieja escuela que suele empezar las frases con un “Folks…” (amigos) y que, tras recibir una rosa amarilla como obsequio puede hacer comentarios como: “Cuando me he metido en problemas [con su mujer] o cuando realmente quiero decirle cuánto la quiero, lo que le doy es una rosa amarilla. Verdad de la buena. ¡No le voy a decir que me la habéis dado vosotros, chicos!”
Su primera intentona por la candidatura demócrata a la presidencia, en 1987, acabó de forma bochornosa. En aquellas primarias Biden, entonces senador, solía citar el discurso de un político británico, Neil Kinnock, quien hablaba de su historia familiar como ejemplo de los hijos de los obreros que tardaban generaciones en poder ir a la universidad. Biden solía atribuirle ese fragmento al autor, pero su rival en aquellas primarias, Michael Dukakis, encontró una grabación en la que no lo hacía. Se desató el escándalo. Brotaron otras acusaciones de plagio y Biden se apeó de la carrera electoral.
En 2008 volvió a probar suerte, pero se encontró con dos rivales más que difíciles en la carrera demócrata, Barack Obama y Hillary Clinton. Cuando en la primera votación, los caucus de Iowa, sacó menos de un 1% de los votos, suspendió la campaña. Esa retirada temprana le dio suerte: el joven Obama apostó por él como compañero de carrera, ganó y Biden fue vicepresidente de Estados Unidos durante ocho años, una época en la que se dio a conocer en todo el país como un tipo amable, tranquilo y, también, dicho sea de paso, propenso a las meteduras de pata.
A raíz de sus malentendidos o frases fuera de lugar se llegó a crear el coloquial término de “bidenismos”. Fue un bidenismo, por ejemplo, cuando en un acto en la Universidad de Columbia, en 2008, olvidó que un senador estaba postrado en silla de ruedas y le espetó en público: “Venga. Chuck, levántate, deja que te vean”. También, cuando, en 2012, para hablar de la mano dura de Obama respecto a Irán, dijo: “Os lo prometo, el presidente tiene un gran palo”. Estaba parafraseando a Theodore Roosevelt, que recomendaba hablar con suavidad pero llevar un buen palo, encima. Pero, claro, sonó así. El bidenismo puede ser un lapsus o también un error garrafal, como cuando hace unos meses, en una entrevista con un famoso locutor de radio negro, dijo que los afroamericanos que apoyan a Donald Trump “no son negros”.
El trato cálido también le ha creado algunos problemas. En 2019, cuando estaba a punto de anunciar que se postulaba a las primarias demócratas, dos mujeres le acusaron de incomodarlas en actos públicos con su exceso de efusividad. Muchos vídeos recogen a Biden besando y achuchando a sus interlocutores. El demócrata acabó disculpándose de este modo: “Las normas sociales están cambiando. Lo entiendo, y he escuchado lo que esas mujeres están diciendo”. “Siempre he tratado de conectar con la gente, pero seré más consciente en el futuro a la hora de respetar los espacios personales”, declaró. Una exempleada en el Senado, Tara Reade, le acusó a principios de año de haberla acosado en 1993, extremo que el candidato demócrata negó y que ha sido puesto en tela de juicio en investigaciones periodísticas.
Biden carece de la brillante oratoria de Obama y en los debates, probablemente fruto de su pasada tartamudez, en ocasiones se traba. Es un político que se desenvuelve mejor en las distancias cortas, en el tú a tú, ya sea hablando durante horas con los padres de veteranos de guerra o consolando en televisión a la hija del senador republicano John McCain (fallecido en 2018) cuando su padre fue diagnosticado de cáncer. Su hijo, Beau, veterano de Irak, había muerto de lo mismo en 2015, a los 46 años. Beau era una estrella ascendente del Partido Demócrata, el Biden llamado a sucederle.
“Beau Biden, a los 45 años, era Joe Biden 2.0. Tenía todo lo mejor de mí, pero sin los errores de programación”, cuenta Biden en unas memorias políticas escritas tras la muerte de su primogénito, tituladas Promise me, Dad (Prométeme, papá). “Estaba muy seguro de que algún día se presentaría a las presidenciales y, con la ayuda de su hermano, ganaría”.
Ese hermano era Hunter Biden, una especie de antítesis atormentada de Beau, expulsado del Ejército por dar positivo en cocaína, con problemas de adicción y una vida sentimental atribulada que incluyó una relación con la viuda de su hermano mayor. Trump lo ha usado para atacar al candidato demócrata, tanto por las drogas como por su polémico trabajo para una empresa gasista ucrania, Burisma, que le pagaba un sueldo millonario cuando su padre era vicepresidente de la Administración de Obama.
Aunque nunca han trascendido irregularidades o tráfico de influencias, el republicano lo ha agitado como una prueba de corrupción. Biden ha salido siempre en defensa de Hunter, tanto por Ucrania —“nunca hubo nada antiético”, recalcó en el último debate electoral— como por las adicciones: “Mi hijo, como mucha gente que ustedes conocen en sus casas, tuvo un problema con las drogas, lo ha superado y estoy orgulloso de él”, ha dicho.
De nuevo, la tragedia personal le acercó a millones de familias. La muerte del mayor, Beau, disuadió a Biden de presentarse a las primarias de 2016, frente a Hillary Clinton y Bernie Sanders. Por una parte, le faltaban fuerzas; por otra, Obama parecía inclinado a respaldar a la exsecretaria de Estado. En tercer lugar, leyó un artículo en prensa que le acusaba de explotar su dolor y le revolvió tanto las tripas que le hizo decidirse a esperar. Hasta ahora.
Barack Obama se lanzó a la campaña con el lema de que Biden simboliza, ante todo, la empatía. Ese es, en general, el mensaje que más se ha repetido. “La presidencia no cambia cómo eres, revela cómo eres”, dijo el expresidente demócrata hace unos días en Filadelfia, en alusión a quienes esperaban que Trump, una vez llegado al Gobierno, se convirtiera en un dirigente más ortodoxo. “Biden trata a todo el mundo con respeto y es amigo de la gente trabajadora”, recalcó Obama.
“Biden tiene un arma secreta en su apuesta por la presidencia: es el primer candidato demócrata en 36 años que no tiene un título de la Ivy League (la liga de universidades de élite estadounidenses)”, ha escrito el profesor Michael J. Sandel, premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales. “Esa es una fortaleza política. Una de las fuentes del atractivo político de Donald Trump ha sido su habilidad para apelar al resentimiento contra las élites meritocráticas”.
Desde que comenzó la pandemia, el demócrata ha reducido al máximo sus salidas y optado por actos sin apenas público como medida de prevención ante los contagios por covid-19. Trump se ha mofado de él, le ha acusado durante la campaña de estar recluido en su sótano; “Joe el Dormilón”, solía llamarle. El republicano también le acusaba de haberse dejado arrastrar por el ala izquierda del Partido Demócrata y de disponerse a conducir al país por la senda del socialismo, un término que en Estados Unidos se asocia al comunismo y los regímenes autoritarios.
El apoyo a los sindicatos, la inversión de hasta dos billones de dólares comprometida para combatir el cambio climático o las ayudas para la educación universitaria, entre otras medidas en la agenda del ganador, dibujan, al menos sobre el papel, la que podría ser la Administración más progresista de la historia de Estados Unidos. Sin embargo se ha opuesto al ambicioso green new deal (nuevo pacto verde) propuesto por la joven estrella de la izquierda, Alexandria Ocasio-Cortez, o el veterano senador de Vermont, Bernie Sanders. Tampoco ha asumido la sanidad pública universal sin opción de seguros privados. En el ecosistema del Partido Demócrata, que ha virado en conjunto a la izquierda, Joe Biden sigue entre los moderados.
El pasado agosto, al aceptar la nominación demócrata, prometió: “Aquí y ahora os doy mi palabra: si me confiáis la presidencia, sacaré lo mejor de nosotros mismos, no lo peor. Seré un aliado de la luz, no de la oscuridad. Es el momento de que nosotros, el pueblo, nos unamos. No os equivoquéis, unidos podemos superar y superaremos esta temporada de oscuridad. Elegiremos la esperanza frente al miedo”. Llevaba 30 años preparando un discurso así.
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