El señorial distrito-protesta del corazón de Moscú


Olga Mísik fue a su primera manifestación en verano de 2018. Tenía 16 años y salió a protestar contra el aumento de la edad de jubilación; una impopular medida del Gobierno ruso que sacó a miles de personas a las calles por primera vez en años. Mísik, una joven pizpireta de cabello rizado, admite que el tema le pillaba todavía muy lejos. “Pero fue el impulso que me despertó la sed por movilizarse para combatir las injusticias y exigir democracia en Rusia”, afirma. El verano pasado, su imagen enarbolando la Constitución rusa frente a los antidisturbios que trataban de reprimir las movilizaciones por unas elecciones abiertas y justas en Moscú se convirtió en uno de los símbolos de las protestas: la joven menuda, con un pequeño chaleco antibalas azul, sentada en el suelo frente a las parapetadas fuerzas de seguridad; leyendo pasajes de la Carta Magna.

Esa misma Constitución que, tras las enmiendas propuestas por Vladímir Putin, convierte a Rusia en un país más conservador y presidencialista, y allana el camino para que el líder ruso se perpetúe en el poder. Putin, de 67 años, ya estaba en el sillón del Kremlin cuando Mísik nació. Y allí seguía cuando la joven empezó la Universidad el curso pasado. Lleva dos décadas a los mandos, un tiempo en el que ha habido cuatro presidentes en España, Francia o Estados Unidos. Y ahora, con la reforma de la Carta Magna que desde el jueves y hasta el 1 de julio se somete a consulta popular en toda Rusia, el antiguo agente del KGB al que le bailaban las chaquetas de los trajes y que se ha convertido en uno de los hombres más poderosos del mundo, tendría la opción de presidir el país más grande del planeta otros dos mandatos más; hasta 2036.

“Para entonces tendré 36 años… Él, 81”, dice abrumada la veinteañera Anastasía Glushkova, activista feminista. “Parece que Rusia tiene en la sangre despedirse de los gobernantes con honores cuando ya están muertos”, ironiza. Antes de las medidas de autoaislamiento decretadas para combatir el coronavirus, EL PAÍS reunió a tres jóvenes políticamente comprometidos que suelen participar en las protestas sociales para conversar sobre sus anhelos, sus preocupaciones y el futuro de Rusia. Glushkova, Mísik y el activista medioambiental Arshak Makichián, de 25 años, hablan constantemente de la fragmentación de los movimientos sociales y de la represión con la que el Kremlin ha logrado frenar cualquier oposición real. “No hay una fuerza que nos represente, estamos fragmentados y actuamos en distintas direcciones: feminismo, ecología, política. Eso por un lado nos quita fuerza, pero también hace que sea más difícil combatirnos; si cortan una rama crecerán dos nuevas”, apunta Mísik.

No se conocían, pero la chispa ha saltado rápido en torno a la mesa de una cafetería hipster del centro de Moscú y ya han creado un grupo de Telegram con el que mantenerse en contacto después de la cita. A los tres les preocupa la apatía social y el hartazgo derivado de la crisis económica. También, comentarán después en ese canal digital, cómo la pandemia, con las movilizaciones prohibidas, está lacerando aún más la respuesta social a la reforma constitucional, que ven en realidad una excusa para que Putin pueda hacerse eterno. “La votación ni siquiera es vinculante. Todo este cambio legal es un circo creado especialmente para la autoestima del presidente”, remarca Glushkova.

Como otros 40 millones de jóvenes rusos, han crecido en un sistema que gira en torno a la figura del presidente ruso. Algunos les llaman generación Putin. Otros, generación Youtube o generación Telegram, porque, más que los medios de la órbita del Kremlin, consumen mayoritariamente información a través de canales independientes en estas plataformas de Internet en las que se mantienen constantemente conectados.

Un mundo globalizado

El sociólogo Grigori Yudin, de la Escuela Superior de ciencias sociales y económicas de Moscú, no considera acertado compartimentar en generaciones, pero destaca que en Rusia es cada vez más visible una brecha en la cosmovisión de los distintos grupos de edad. Quizá más que en otros países, porque los jóvenes rusos han vivido toda su existencia consciente en una Rusia post-soviética y son ya parte de un mundo globalizado. Esa brecha de edad se refleja también en la percepción de la reforma constitucional: solo el 33% de los jóvenes rusos apoya las enmiendas; entre los votantes mayores de 60 años, un 71% se declara a favor, según datos del centro independiente Levada.

El Kremlin ha tratado de crear una generación aséptica, insensible a la política; o al menos totalmente desinteresada. De hecho, solo el 19% de los rusos de entre 14 y 29 años tiene interés por la política, según un reciente estudio de la Fundación Friedrich Ebert y Levada. Pero al mismo tiempo, los análisis muestran que la también llamada generación Z es cada vez más activa en las movilizaciones sociales y participa más habitualmente en programas de voluntariado. “Tienen niveles más altos de activismo cívico y son más dados a salir a la calle a protestar porque dan más importancia a las libertades civiles”, señala la investigadora María Snegovaya, del Centre for European Policy Analysis.

Anastasía Glushkova, que ahora estudia Económicas, tenía 15 años cuando se pegó un cartel a la espalda con un lema por los derechos de las mujeres y salió a caminar por las calles de Moscú. Una acción conocida como “piquete en silencio”, ideado para saltarse las estrictas normas de protesta de las autoridades rusas. Algo parecido a los llamados piquetes solitarios que cada viernes hasta el confinamiento llevaba a cabo Arshak Makichián. El joven músico es el corazón del movimiento Fridays for Future en Rusia, iniciado por la sueca Greta Thunberg. “Al principio era yo solo durante semanas, en este país todavía no hay conciencia clara de las consecuencias del calentamiento global”, cuenta Makichián, que asistió a la Cumbre del Clima en Madrid el pasado diciembre, junto al grupo de la joven sueca.

En un sistema que reprime la protesta, los tres jóvenes enumeran encogiéndose de hombros las veces que han sido arrestados. A Mísik, hace solo unos meses la detuvieron por protestar con una pancarta en blanco en la Plaza Roja de Moscú. No tienen apoyo a su activismo en casa. “Como mucho condescendencia, no nos entienden”, apunta el joven ambientalista. “Mi padre es putinista. Ama a Putin más que a mí. A mi madre no le gusta la política, cree que no podemos cambiar nada, no quiere que salga a la calle a protestar. Solo me apoya mi hermano de 16 años”, reconoce Mísik. Todos recuerdan las multitudinarias protestas del frío invierno de 2011 en Moscú y otras ciudades de Rusia contra unos resultados electorales que decenas de miles de personas consideraban fraudulentos. Una protestas que, duramente reprimidas, se terminaron por desinflar dejando a toda una generación cascada y decepcionada.

Makichián, Mísik y Glushkova han bebido en sus familias la idea de que Putin es el garante de la estabilidad, el hombre que sacó al país de la ruina, el caos y las turbulencias que sucedieron al derrumbe de la Unión Soviética en un momento en que su economía se había contraído tanto como durante la Segunda Guerra Mundial. Pero ahora, con escasas perspectivas de cambio y modernización en el panorama político y cansados y preocupados por la crisis económica, creen que ese contrato social tácito con el líder ruso que sus padres y abuelos firmaron a cambio de equilibrio ya no está vigente. “La ‘estabilidad’ de la que hablan que es en realidad estancamiento y la degradación”, opina Mísik.

Sin perspectivas

Quizá si la economía fuese viento en popa, como en los años buenos de los petrodólares, las cosas serían distintas para ellos. Pero la burbuja creció y estalló dando paso a una economía estancada empujada hacia abajo todavía más por las sanciones occidentales por la anexión rusa de la península de Crimea. Y ahora, el impacto de nuevo de la caída de los precios de petróleo y de la hibernación económica derivada del coronavirus. Así que, las perspectivas no son demasiado halagüeñas. Los ingresos reales de los rusos se están desplomando y el desempleo juvenil es tres ves más que el de la población general; hace dos décadas era la mitad.

La gran pregunta no obstante es a quién sentarían en el sillón del Kremlin. Hoy, Putin sigue siendo con diferencia el político más popular de Rusia; también entre las nuevas generaciones. Y de los más jóvenes, y no solo del cambio constitucional que culminará el 1 de julio, depende su legado y su futuro —o al menos un futuro sin turbulencias—. De ahí que en los últimos años esté tratando de construir un sistema de educación con programas patrióticos para los más pequeños, algo que le pueda ayudar a mantener el espíritu de granero de votos. Pero en definitiva no lo tiene tan difícil. El líder ruso ha ido barriendo hábilmente a aquellos que podían hacerle sombra.

El profesor de Sociología Grigori Yudin apunta como uno de los problemas principales que las élites políticas, la inmensa mayoría hombres mayores de 60 años, no conectan con las nuevas generaciones. “En vez de tratar de adaptarse, desconfían y reproducen el viejo estilo político, completamente formal y jerárquico, excluyendo cualquier participación política y cualquier publicidad: este estilo es mucho más comprensible para la generación anterior y domina la política rusa. Si los políticos son funcionarios con trajes de doble botonadura, hablan un lenguaje burocrático y ocultan algo todo el tiempo, ¿Cuál es el punto de gastar tiempo en esto? Sin embargo, en cuanto aparece un espacio para otra política, los grupos jóvenes se activan de inmediato. Hace falta alguien que les dé la sensación de que algo depende de ellos”, señala Yudin.

“No me inspira nadie”, reconoce Makichián. “Quizá Alexéi Navalni, pero no tiene integrado en su discurso el problema del clima”, comenta. El abogado y bloguero anticorrupción, una de las voces de la oposición rusa más sonoras en Occidente, se hizo conocido por sus investigaciones sobre la élite rusa; pero sus partidarios son sobre todo varones jóvenes urbanos.

“Quiero que en el año 2021, 2025, 2030 Rusia sea gobernada por nueva gente que demuestre al mundo que somos un país normal, decente, donde no maltratan a las mujeres, no encarcelan a la gente por tener una opinión, se preocupan por la ecología y otros mil problemas que tenemos”, remarca Glushkova. Y añade: “El futuro es nuestro sí o sí. Ellos se irán, son viejos y débiles”.


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