Estados Unidos vuelve a un mundo distinto

Eduardo Estrada

El primer viaje internacional del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, supuso todo un soplo de aire fresco. Desde la cumbre del G-7 en Cornualles hasta su reunión con el presidente ruso, Vladímir Putin, en Ginebra, Biden hizo gala de un aplomo y una solvencia que contrastan claramente con los pueriles excesos de su predecesor, Donald Trump. El viaje de Biden mandó un mensaje contundente: Estados Unidos vuelve a estar en buenas manos y dichas manos se encuentran tendidas principalmente a sus aliados tradicionales.

Pero el objetivo de Biden es mucho más ambicioso: impulsar un cierto renacimiento democrático a escala global, en contraposición a China y otras autocracias. Quedan muchas dudas sobre si el nuevo presidente será capaz de implementar esta visión. Lo que está claro, en cualquier caso, es que no ha tardado en ponerse manos a la obra.

El último presidente estadounidense que escogió Europa como destino de su viaje inaugural fue Jimmy Carter, en 1977. El tour de Carter arrancó en el Reino Unido, donde asistió a una cumbre del G-7, y le llevó a Suiza, donde se reunió con el presidente sirio Hafez el Assad (aliado de la Unión Soviética). Los paralelismos con el viaje de Biden son fácilmente distinguibles y, dada su admiración por Carter, quizá no del todo casuales.

Sin embargo, el mundo ha experimentado cambios extremadamente profundos desde 1977. Tomemos como ejemplo el Reino Unido. Cuando Carter visitó el país, este acababa de ingresar en las Comunidades Europeas, decisión que contó con el posterior refrendo de la ciudadanía británica. Hoy, el Reino Unido se halla inmerso en la inestabilidad política tras abandonar la Unión Europea.

Para Biden, esto requería reafirmar la “relación especial” que mantiene Estados Unidos con el Reino Unido, mediante la adopción de una nueva Carta del Atlántico. Pero también exigía un recordatorio al primer ministro Boris Johnson de que el Reino Unido debe cumplir los acuerdos alcanzados con la UE al respecto de Irlanda del Norte. La conclusión es más que evidente: si Biden se ve obligado a escoger entre el Reino Unido y la UE, se decantará por la segunda.

El G-7 también ha cambiado considerablemente desde los tiempos de Carter. Cuando los países del G-7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido) se reunieron por primera vez en los años setenta, representaban prácticamente el 70% del PIB mundial en términos nominales, cuota que mantendrían hasta finales de siglo. Pero en las dos últimas décadas, este porcentaje ha caído en picado hasta el 45%.

La apuesta de Biden por robustecer la cooperación con el G-7 es digna de alabar, aunque ha producido resultados dispares. Por un lado, las economías más ricas del mundo continúan quedándose muy cortas en sus esfuerzos por proveer de vacunas para la covid a los países en vías de desarrollo. Por otro lado, el reciente acuerdo del G-7 a favor de un impuesto mínimo de sociedades del 15% a escala global puede calificarse, como ha señalado el economista de Harvard Dani Rodrik, de “histórico”.

No obstante, dado el peso cada vez más reducido del G-7 a nivel internacional, la adopción de estos principios por parte de otros países se hace a la vez más necesaria y más compleja. El siguiente obstáculo a superar será el G-20, donde la propuesta será recibida con reticencias por parte de países como China, cuyas prácticas comerciales y en materia de derechos humanos fueron duramente criticadas en el comunicado del G-7.

Tras la reunión del G7, Biden asistió a una cumbre de la OTAN en Bruselas, que también dio lugar a un destacable comunicado conjunto. Una vez más, el foco se situó sobre China, que fue tildada de “desafío” y mencionada a la par de Rusia. Esto representa un vuelco más que notable para la organización que servía como bastión de Occidente contra la Unión Soviética.

El simbolismo y potenciales repercusiones de este vuelco no se le escapan a nadie (a quien menos, a la propia China). Cierto es que Pekín está emprendiendo acciones en ámbitos militares convencionales y no convencionales que deben ser contrarrestadas. Pero, a menudo, la OTAN no representa el mejor vehículo para hacerlo, y debe evitar extralimitarse.

Podría argumentarse que el posterior encuentro que mantuvo Biden con la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, fue el acontecimiento de menos carga política de su gira europea. Pero las reuniones entre la Administración Biden y altos cargos de la UE tuvieron los efectos más tangibles, dado que pusieron tregua a la larga disputa bilateral sobre los subsidios a las compañías aeroespaciales Airbus y Boeing. Todos los aranceles impuestos a raíz de la disputa han quedado suspendidos por un plazo de cinco años.

Estados Unidos y la UE también se comprometieron a resolver sus diferencias sobre el comercio de acero y aluminio antes de final de año. Aunque el renovado proteccionismo estadounidense no se evaporará, y aunque la relación comercial entre ambas partes seguirá siendo tensa, Biden es muy consciente de que ha de establecer prioridades y de que la UE —la mayor potencia comercial del planeta— tiene muchas cartas en su mano.

El último compromiso en la agenda de Biden —su reunión con el presidente ruso Vladímir Putin— también reflejó los cambios drásticos que se han producido desde la Guerra Fría. Por descontado, Estados Unidos y Rusia siguen siendo adversarios en múltiples frentes, y Biden dejó claro a Putin que, a diferencia de Trump, no reaccionaría a las transgresiones rusas mirando hacia otro lado.

Pero carecería de sentido estratégico tratar a Rusia solamente como un adversario, con lo que Biden está intentando llevar a cabo un complicado juego de equilibrios. Mientras Estados Unidos caracteriza a Rusia y China como las puntas de lanza de un bloque autoritario (en consonancia con el comunicado de la OTAN), Biden está explorando la posibilidad de alcanzar algunos entendimientos básicos con Putin y tal vez incluso de abrir una brecha entre Moscú y Pekín.

En conjunto, el primer viaje internacional de Biden merece buena nota tanto por su planificación como por su ejecución. El presidente estadounidense logró marcar un perfil radicalmente distinto al de su predecesor, restablecer puentes con sus aliados europeos, y evidenciar que su país se comportará como un actor responsable dentro del sistema multilateral (precisamente lo que Estados Unidos lleva tiempo exigiendo a China).

No obstante, los desacuerdos entre países democráticos no desaparecerán de la noche a la mañana, ni Occidente recuperará el peso que otrora tuvo en el escenario global. Estados Unidos está de vuelta, y sobran motivos de celebración. Pero, nos guste o no, el mundo unipolar que lideraba ha quedado relegado al pasado.

Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de EsadeGeo-Center for Global Economy and Geopolitics.

© Project Syndicate, 2021.


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