EL PAÍS

Francia no quiere trabajar más tiempo

“Debemos trabajar más”, dijo Emmanuel Macron a los franceses en el último discurso de fin de año. Y los franceses se han puesto en pie de guerra.

Cuando el presidente de la República pedía trabajar más, se refería a aumentar la edad de jubilación de los 62 años actuales a los 64. Es la medida estrella y la más polémica de la reforma de las pensiones que esta semana ha empezado a debatirse en la Asamblea Nacional. Pero la frase llevaba implícito un juicio severo: los franceses trabajan poco o no tanto como deberían.

Los franceses han respondido con un “no” sonoro a la exigencia del presidente. El 19 y el 31 de enero, salieron más de un millón de personas por las calles de todo el país contra la reforma. Hay manifestaciones convocadas para el 7 y el 11 de febrero.

En un cartel artesanal en la última marcha en París, se veía el dibujo de un paquete de cigarrillos en el que, en vez de la famosa marca, decía: “Malbarré”. Algo así como “Vamos mal”. Debajo se leía: “Trabajar mata”. Eslóganes como este recogen una reclamación extendida: más tiempo libre. Y una angustia: que un retiro tardío abrevie los años dorados antes de la enfermedad y la extinción.

La hostilidad hacia el trabajo tiene tradición en Francia. Paul Lafargue denunció en El derecho a la pereza, su famoso panfleto de 1880, “la locura” que representa “el amor por el trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su progenitura”. Un siglo y medio después, la diputada ecologista Sandrine Rousseau encabeza un sector de la izquierda que de nuevo reclama el “derecho a la pereza”, y se opone a trabajar más con la bandera de una vida más equilibrada y libre.

“¿Son los franceses simplemente perezosos?”, se pregunta el historiador Robert Zaretsky en The New York Times. En un episodio de Emily in Paris, la teleserie de Netflix sobre una estadounidense en París donde abundan los tópicos sobre ambos países, se escucha el siguiente diálogo entre la protagonista, Emily, y Luc, un colega parisino.

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Luc: Creo que los estadounidenses lo hacéis mal. Vivís para trabajar. Nosotros trabajamos para vivir. Está bien ganar dinero, pero lo que vosotros llamáis éxito, yo lo llamo castigo.

Emily: Pero yo disfruto del trabajo (…), y me hace feliz.

Luc: ¿El trabajo te hace feliz?

El diálogo resume con brocha gorda algo que los expertos han analizado: la peculiar relación de los franceses con el trabajo. Aunque el tiempo de trabajo anual en Francia bajó entre 1975 y 2003, desde entonces se ha estabilizado. Por horas trabajadas, está por encima de Alemania, aunque por debajo de España y de la media de la OCDE.

Al mismo tiempo, este es el país que instauró las 35 horas semanales en 1998, aunque se han flexibilizado desde entonces. También es, con 62 años, uno de los países de su entorno con una edad de jubilación más baja. Si la reforma finalmente se adopta, seguiría siéndolo con 64, aunque en Francia se exigen 43 años de cotización para cobrar la pensión plena (en España, la edad aumentará hasta los 67 años en 2027, y 65 quienes haya cotizado más de 38 años y medio).

“Hay una crisis del trabajo en Francia”, explica la socióloga Dominique Méda, autora de El trabajo. ¿Un valor en vías de desaparición? “Los franceses figuran entre los europeos que otorgan una mayor importancia al trabajo, pero también se encuentran entre los que se sienten más decepcionados, sobre todo con motivo de las malas condiciones laborales”.

Méda, directora del Instituto de Investigación Interdisciplinaria en Ciencias Sociales de la Universidad Paris-Dauphine, se remite a encuestas europeas que acreditan estas malas condiciones en comparación con vecinos como Alemania. Un 43% de los trabajadores franceses debe desplazar cargas pesadas, un 57% trabaja en posiciones fatigantes o dolorosas, solo un 45% se siente bien remunerada.

“Los franceses esperan del trabajo buenos ingresos, claro, pero también quieren que sea interesante, que haya un buen ambiente, que sea útil”, dice la profesora Méda. “Al mismo tiempo, las condiciones son mediocres y el reconocimiento es débil: se quejan del desprecio o de ser tratados como peones por un management basado en los diplomas y los objetivos cifrados. Se quejan de la carga laboral, de la falta de efectivos”.

El Gobierno francés ha abierto una reflexión sobre la mejora de las condiciones laborales. Y ha lanzado ideas como la semana de cuatro días. El malestar existe. En 1990, un 60% de franceses decía que el trabajo era “muy importante” en su vida; hoy son un 24%, según un sondeo del instituto Ifop. Otro sondeo del mismo instituto concluía que, tras la pandemia, los franceses sufren “una epidemia de pereza”: un 30% se siente “menos motivado”. “Es la evidencia de un auténtico movimiento en la sociedad que prefigura el apetito por otro ritmo de vida”, declaró el psiquiatra Stéphane Clerget al diario Ouest-France.

Los franceses, en realidad, tiene una relación ambivalente con el trabajo, según el economista Bertrand Martinot, parecida a la que tienen con la idea de felicidad. “Si se les pregunta cómo va el mundo, le dirán que es catastrófico”, explica. “Pero si les pregunta: ¿y usted, qué tal? El francés dirá: ‘Bien’. Es decir, felicidad individual, infelicidad pública. Con el trabajo sucede lo mismo: si pregunta cómo va el mundo del trabajo, le dirán que es horrible, que hay explotación, que detesta el capitalismo… Pero si les pregunta por su trabajo en concreto, dirán que va bien, el mánager confía en mí, logro conciliar mi privada profesional y privada…”

Martinot es el autor de Los franceses en el trabajo, un estudio publicado esta semana por el laboratorio de ideas Institut Montaigne sobre la base de un sondeo entre 5.000 activos en Francia. Un 77% se declara satisfecho en el trabajo, un nivel estable desde antes de la pandemia. “Dicho, esto, hay que entrar en el detalle”, precisa Martinot. “Y hay fuentes de insatisfacción, que no son nuevas: la remuneración, el reconocimiento insuficiente en el trabajo y la ausencia de perspectivas profesionales”. Un nuevo motivo de insatisfacción, tras la pandemia, es el teletrabajo: la mitad de los asalariados desearían tener más opciones de practicarlo.

Todo esto no aclara por sí solo el porqué de una oposición a la reforma de las pensiones tan amplia, tranversal e interclasista, e incomparable con otros países: siete de cada diez franceses rechaza el plan de Macron. Una explicación es que la jubilación se ha erigido en símbolo del modelo social francés. Pero hay algo más. El aumento de la edad de jubilación a los 64 años —tras aumentar de 60 a 62 en 2010— toca a lo esencial: la vida, el envejecimiento, la enfermedad, la muerte. Y afecta a todos. Es un asunto existencial.

“La jubilación tiene un valor simbólico como compensación ante todas las dificultades de la vida: ‘La vida es difícil, pero tenemos la pensión’”, resume la veterana socióloga Dominique Schnapper. “Y a esto añade que se está en contra del Gobierno, haga lo que haga. Si se conjugan ambas cosas, llegamos a la situación actual”.

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