Izquierdistas


Nuestro sistema padece graves problemas en su función de integrar el pluralismo político, piedra de toque para diferenciar el autoritarismo de la democracia, y dentro de esta, entre la representación mayoritaria y la proporcional. Aquí no solo se penaliza y lamina al centro moderado sino que a derecha e izquierda se lucha por alcanzar la hegemonía tratando de purgar a todos los rivales. Acabamos de verlo este fin de semana en el congreso del PSOE, donde Sánchez ha impuesto su lista monocolor tras reducir con limpieza toda disidencia. Y hace quince días hizo lo propio Casado en la convención valenciana del PP, tratando de segar la hierba bajo los pies de Vox. Pero donde el pluralismo genera más tensiones es sin duda en la periferia del sistema, dada la competición eliminatoria entre los soberanistas (JxCat contra ERC, Bildu contra PNV) y entre los grupos situados a la izquierda del PSOE. ¿Cómo entender semejante centrifugación?

Se trata del mayor rasgo diferencial de nuestra cultura política, una especie de continuidad histórica explicable por la teoría de la dependencia de la senda (path dependency), aplicada por Pierson al campo de la política. Desde la revolución industrial, tenemos el hábito adquirido de primar la confrontación sobre la cooperación; especialmente entre la izquierda asalariada, pues la derecha propietaria está más cohesionada por el cemento de sus intereses comunes. Así se demostró durante los años 30, cuando la división del bando republicano le hizo perder la Guerra Civil contra la unidad de los golpistas. Y desde entonces las izquierdas continúan porfiando en excluirse mutuamente, tratando de desbordar a sus rivales con mayores muestras de radicalismo que ellos. Es el síndrome de Izquierda Unida, esa confluencia de siglas en torno al PC incapaz de entenderse mucho tiempo porque su cemento cohesivo es la fobia contra su enemigo común: el PSOE.

Durante un tiempo pareció que los nuevos movimientos sociales, sobre todo tras el 15-M, serían capaces de trascender y sublimar ese destructivo habitus izquierdista. Pero no fue así, pues el actor político llamado a hacerlo, con el nombre de Podemos, fracasó en el intento, recayendo en los peores vicios de tan pueril izquierdismo (Lenin dixit). De ahí que su líder, al ver el abismo electoral que se abría bajo sus pies, optara por retirarse, pasándole el testigo a la camarada Yolanda. Y de nuevo la izquierda radical vuelve a subir la piedra a lo alto de la montaña como Sísifo, esperando refundar por enésima vez otra nueva confluencia o frente amplio izquierdista.

Pero aquí hay algo que no cuadra. Nos quieren vender el relato de que Iglesias, que hasta ahora se había demostrado inflexible purgando a todos sus rivales, se habría regenerado como Pablo camino de Damasco, convirtiéndose en un líder emérito, altruista y desinteresado, que abdica de su poder y le cede gentilmente su puesto a la delfina designada por él sin concurso de las bases. Pero ¿acaso no suena esta historia a Néstor o a Putin delegando su poder en Cristina o en Medvédev? ¿Aceptará Yolanda representar el papel de una nueva Evita?

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