La guerra es la derrota de las mujeres

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Vladimir Putin y Donald Trump en la cumbre del G20, en Hamburgo, Alemania, el 7 de julio de 2017.
Vladimir Putin y Donald Trump en la cumbre del G20, en Hamburgo, Alemania, el 7 de julio de 2017.SAUL LOEB (AFP via Getty Images)

Guerra cultural. Las palabras se desgastan de tanto usarlas, más bien de mangonearlas, porque hay algo en esa expresión, guerra cultural, que deriva de una traducción excesivamente literal del inglés, y que nos lleva a pensar que cuando nos enzarzamos en guerras culturales estamos lidiando con asuntos menores. Y no. Guerra cultural. Algo que en España podríamos haber bautizado como la batalla por nuestros valores, por el tipo de sociedad a la que aspiramos, sin duda un eje crucial. Puede usted no tener una ideología acusada, pero desde luego todos nos construimos como personas en base a los principios en los que creemos.

No hay duda de que la admiración que profesa Trump a Putin y viceversa se basa en la defensa de un mismo credo. Guerra cultural. En Estados Unidos la extrema derecha lleva escribiendo el catálogo de sus batallas muchos años y la derecha, antes conservadora y formal, se ha ido contagiando de ese catecismo gamberro que pretende vaciar a la sociedad democrática de los derechos conquistados, a saber: retroceso en las leyes del aborto, negación de la violencia de género, juicio a la homosexualidad como práctica aberrante, regreso a las antiguas esencias, a los viejos símbolos nacionales, defensa de una única religión, negación de la diversidad social, retrato de la inmigración como amenaza para los valores occidentales, demonización del inmigrante, y burla, mucha burla a la conciencia medioambiental considerada una medallita ramplona en el pecho de la élite urbana y pija. Pero hay algo que subyace en todos y cada uno de los mandamientos del reaccionarismo, se trata del espantajo del feminismo, como amenaza al viejo sistema de vida en el que la mujer sí sabía estar en su sitio.

Trump celebra en Putin el liderazgo del hombre fuerte, que no se arredra ante nada, ni ante la ley ni ante la posibilidad de una guerra nuclear

El fin de esa paranoia que lideran es retratar a la mujer de las sociedades occidentales como castradora, instigadora de un proceso de emasculación del hombre que busca convertirlo en un ser débil y manejable, en marioneta que cede a unos principios blandos que acaban destruyendo los liderazgos patriarcales. Esta semana pasada, con la guerra ya en marcha, un comentarista de la ultraderecha americana, Rod Dreher, decía que se negaba a mandar muchachos de Luisiana o Alabama al Donbás para salvarlos de transgéneros e inmigrantes. Suena muy loco, pero es una falacia que llega a los oídos de millones de personas, y de algo servirá cuando la simpatía por Putin ha aumentado entre los republicanos del diez por ciento de hace ocho años al treinta y siete de ahora. Este discurso, nutrido en gran parte de la misoginia, cala como un chirimiri y nos acaba mojando. Solo hay que ver la ferocidad con la que algunos hombres inteligentes en nuestro país se revuelven contra un lenguaje inclusivo que jamás se les impone, porque son normas al servicio del consumidor, y cómo dicen sentirse constreñidos, amenazados, juzgados, aunque lo expresen sin temor a perder el puesto, viva la paradoja, desde una tribuna pública.

La misma guerra ejerce una división espantosa entre hombres y mujeres: ellos han de quedarse para defender la patria, ellas tienen que internarse en terreno desconocido, amparando a niños, abuelas, enfermos

Trump celebra en Putin el liderazgo del hombre fuerte, que no se arredra ante nada, ni ante la ley ni ante la posibilidad de una guerra nuclear. Hay una proliferación en el mundo de machos en el mismo bando cultural, de valores idénticos. Bien podríamos usar para el momento la mítica frase de Pulp Fiction: “Tranquilícense, caballeros, aún no ha llegado el momento de comernos las pollas”. Esperemos que no llegue, porque en el ejercicio de su insensato machirulismo podemos morir todos, ganando la partida al desastre climático. La misma guerra ejerce una división espantosa entre hombres y mujeres: ellos han de quedarse para defender la patria, ellas tienen que internarse en terreno desconocido, amparando a niños, abuelas, enfermos. La despedida en los andenes es en sí una escenificación de un mundo que vuelve a antiguas categorías. En los medios de comunicación vuelve a vibrar la palabra “valentía”. Valiente el que lucha con un arma en la mano, el guerrero, como si no fuera lucha la de la madre que cruza la frontera en la noche para resguardar de las bombas a sus hijos.

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Naciones Unidas lleva años trabajando para que las mujeres intervengan en los lugares de conflicto y no sean consideradas meros sujetos pasivos azotados por la historia. Pero estos líderes de la vieja hombría nos quieren situar en la casilla de salida. Hemos reblandecido con nuestras bobadas el corazón de Europa y ellos han decidido despertar la conciencia bélica. No dudo de la necesidad de defenderse, pero la aceptación de sus valores sobre los nuestros es ya en sí una derrota.

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