La misoginia tolerada desde el MIT a Silicon Valley



Esta vez empezó con un suicidio. Un multimillonario acusado de montar una red de chicas menores que hacían masajes y actos sexuales en sus mansiones apareció ahorcado en su celda de Manhattan el pasado 10 de agosto. El multimillonario, Jeffrey Epstein, de 66 años, se había librado ya una vez de una sentencia larga: gracias a un pacto con el fiscal pasó escasos 13 meses en la cárcel en 2008, y evitó cargos federales que le podrían haber llevado a cadena perpetua.
Hasta este año. En julio, Epstein voló de París a New Jersey en su avión privado. Al llegar, le esperaban agentes federales con una renovada investigación. Epstein fue encerrado en Manhattan, a la espera de juicio. Esta vez no iba a librarse.
Cinco días después, el director de una de las instituciones más prestigiosas de Estados Unidos pedía perdón: “En mis esfuerzos para recaudar dinero para el MIT Media Lab, invité [a Epstein]a la sede y visité varias de sus residencias”, escribía Joi Ito. Fue el principio de una debacle que marcará el futuro del MIT.
La institución se enzarzó en un debate interno sobre qué dinero es aceptable: ¿ex pederastas, monarquía saudí, millonarios activos en política?

Ito había escrito este tuit en 2008: “Recordatorio para mí: nunca inviertas ni cojas dinero de capullos”

En septiembre, una ex empleada del MIT Media Lab, que lo había abandonado en 2016, recordó unos emails a los que aún tenía acceso. Allí, Ito pedía abiertamente dinero a Epstein, exigía a sus colaboradores que anonimizaran sus transferencias y le llamaban Voldemort o “el que no debe ser nombrado”.
Ito había claramente disimulado su grado de implicación con Epstein en su primera disculpa. Y dimitió. En uno de las grandes auto humillaciones retroactivas de la historia, Ito había escrito este tuit en 2008: “Recordatorio para mí: nunca inviertas ni cojas dinero de capullos”.
El héroe del código abierto
Pero el escándalo iba a ser mucho peor. Unos días después de la dimisión de Ito, se organizó una protesta en la universidad. En una lista de correo de otro centro del MIT, el Laboratorio de Informática e Inteligencia Artificial, alguien mandó la convocatoria. El motivo era quejarse del modo en que el MIT había gestionado el caso: “Epstein mantenía sus relaciones con personajes poderosos mandándoles cheques a través de sus ‘actividades’ filantrópicas”, decía el correo. Esos contactos le habían salvado de la cárcel una vez y los usaba para blanquear su imagen.
En esa lista de correo estaba Richard Stallman, el héroe del código abierto. Su fama, capacidad e inimaginables manías le preceden. Stallman respondió al correo de la protesta. En la convocatoria se mencionaba a otro héroe del MIT, Marvin Minsky, pionero de la inteligencia artificial, fallecido en 2016. En 2001 había ido a la mansión de Epstein en las Islas Vírgenes y, según una de las víctimas menores, había tenido relaciones con él. La chica tenía 17 años y Minsky, 73.
A Stallman no le gustó que se dijera que Minsky había “asaltado” a la chica. Stallman no dudaba, según decía, que Minsky hubiera tenido relaciones con ella, sino que eso se pudiera llamar “asalto”, porque “presumía violencia”. Y seguía: “Podemos imaginar escenarios, pero el más probable es que ella se presentara como completamente predispuesta”. Es decir, que Minsky no tuviera que “asaltarla” porque la chica no se resistiera. Si la chica pertenecía o no a una red de explotación sexual de menores, a Stallman le parecía un asunto menor.

El cartel en la entrada del despacho de Stallman dice: “Caballero de la Justicia. También: tías buenas”

Esas palabras provocaron una explosión. Una miembro de esa lista mandó el hilo a otra ingeniera del MIT, Selam Jie Gano, que escribió un post: “Echad a Richard Stallman”. Se hizo viral. Su argumento de fondo era: todos sabemos cómo es este señor, que diga lo que quiera, pero no bajo el paraguas del MIT. La foto que acompañaba el texto era del cartel en la entrada del despacho de Stallman, donde dice: “Caballero de la Justicia. También: tías buenas”.
Stallman dimitió. Sus casos de piropos descorteses, flirteos insoportables, eran conocidos en el mundillo. También sus rarezas. Hay un Youtube un vídeo con más de 600.000 reproducciones donde se toca el pie y se come una pelotilla. En el largo correo que mandaba a las instituciones donde iba a dar conferencias pedía no dormir en hoteles –para que las autoridades no supieran dónde estaba–, listaba los formatos en que se podía grabar su charla (.ogg) y decía que le gustaban los “loros amistosos”, por si alguien tuviera uno.
En la era del #metoo, Stallman era un candidato a caer del pedestal. En 2006 escribió: “Soy escéptico de la opinión que la pedofilia voluntaria daña a los niños”.
¿Protege la genialidad?
El debate de fondo está en si su genialidad informática debe protegerle de su insoportable excentricidad. Cada cual puede pensar lo que quiera. Pero estos escándalos son solo los últimos de un sector que tiene asuntos por aclarar con las mujeres.
La informática y activista Danah Boyd recibió un premio tras la polémica de Stallman. En su discurso recordó la primera vez que vio a ese otro “genio” del MIT involucrado con Epstein, Marvin Minsky: “En la cena de orientación de estudiantes, un viejo miembro de la facultad se sentó a mi lado. Me miró y me preguntó si el amor existía. Levanté la ceja mientras hablaba sobre cómo el amor era un espejismo pero el sexo y el placer eran reales. Esa fue mi presentación a Marvin Minsky y a mi nuevo hogar”, dijo.
La tormenta en el MIT es un capítulo más en un reguero de casos que sobre todo desde hace unos años manchan empresas e instituciones tecnológicas.

Cuando Uber investigó las alegaciones, despidió a 20 empleados

El activista estrella Jacob Appelbaum dimitió de su cargo en la organización centrada en privacidad Tor Project por varias acusaciones de violación y maltrato emocional. Appelbaum había colaborado con Julian Assange y Wikileaks. El caso que provocó el exilio en la embajada de Ecuador en Londres de Assange fue una acusación de violación en Suecia.
Google despidió con honores en 2014 a Andy Rubin, el creador del sistema operativo para móviles Android. A pesar de que se iba acusado de abuso sexual a una empleada. La revelación por el New York Times de este hecho en 2018 provocó las disculpas de Sundar Pichai, presidente ejecutivo de la compañía. En 2017 Google vivió otra polémica cuando un empleado, James Damore, escribió un informe interno sobre por qué las mujeres están menos preparadas biológicamente para ser programadoras.
En febrero de 2017, la ex ingeniera de Uber Susan Fowler publicó un post donde explicaba como en su primer día de trabajo su jefe se le había insinuado por mensajería interna. Tras comunicarlo a recursos humanos, la animaron a cambiar de equipo. Cuando Uber investigó las alegaciones, despidió a 20 empleados. También en 2017 una estrella del sector de la ciberseguridad, Morgan Marquis-Boire, fue despedido por varias acusaciones de violación de sus cargos en la Universidad de Toronto o la Electronic Frontier Foundation.
Las grandes conferencias de hackers han sido tradicionalmente focos de acusaciones de abuso y violaciones. “¿Puede #metoo cambiar la cultura tóxica de sexismo y acoso de las conferencias de ciberseguridad?”, titulaba hace unos meses un medio digital estadounidense tras hablar con cerca de dos docenas de mujeres del sector.

Esto lo hacían los nazis

La programadora Ellen Ullman explica en su libro Vida en código una vieja anécdota que resume el ambiente entre las élites de la informática. Comía un día con seis colegas hombres. Charlaban de cuánto llevaría eliminar de una población una enfermedad genética. Se iban lanzando sugerencias para acelerar ese proceso, cada vez más atrevidas: multas para los que reproducen la enfermedad, abortos inducidos. Así llegaron a la última solución: matar a cada portador de la enfermedad. “¿Sabéis que eso es lo que hacían los nazis?”, les dijo Ullman. Y uno de ellos le respondió: “Eso es algo que diría mi mujer”. Se refiere a su mujer, escribe Ullman, como “alguien sentimental, representante de todas las cosas ilógicas del universo”. Cuando Ullman insiste en que los nazis también empezaron hablando así, le dicen: “Así es como sé que no era una techie de verdad”. La frialdad de la lógica supera las emociones.

El viejo caso del programador John Draper es indicador de esta “cultura” donde todo el mundo sabía qué hacía y a nadie le parecía suficientemente terrible como para denunciarle en público: “Voluntarios que trabajaban en las convenciones anuales Def Con en Las Vegas recuerdan que una de sus responsabilidades era separar a Draper de sus fans adolescentes”, en este caso chicos.
Este silencio es casi común para todos los casos: todos avisaban a las mujeres que no fueran solas a ver a Stallman o que evitaran a Appelbaum. “Algo que encuentro problemático sobre el caso de Stallman es que las que hemos vivido su acoso sí hablamos. Se lo contamos a gente. Pero nuestras quejas eran desatendidas como idiosincrasias de un hombre brillante”, dice la periodista April Glaser.

¿Qué ocurre en un ambiente donde se somete a una minoría?

El debate clave en todos estos casos no está en los límites de lo políticamente correcto sino en sus consecuencias para las mujeres que aspiran a ser ingenieras informáticas. No son bienvenidas. ¿Qué ocurre en un ambiente donde se somete a una minoría? Que los miembros con la piel menos dura de esa minoría huyen. No se trata de prohibir opiniones o humor absurdo sobre los demás. Se trata de poner en la balanza las consecuencias sociales. Y el ambiente que lo tolera.
EL PAÍS ha intentado hablar con varias personas –hombres y mujeres– vinculadas a estos asuntos. Nadie ha querido hablar en abierto por temor a decir algo indebido o mal interpretado.
El autor del mítico libro Hackers, Steven Levy, escribió tras el caso Stallman: “Stallman está ahora más solo que cuando lo encontré hace 35 años. Pero no le llamaría el último de su estirpe. Más caerán mientras sigue avanzando la hora de la verdad”.


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