La muerte sin duelo: cómo la pandemia ha transformado la percepción del fallecimiento

Dos profesionales de una funeraria mueven el cuerpo de un anciano fallecido por coronavirus en una residencia de Barcelona, el pasado noviembre.
Dos profesionales de una funeraria mueven el cuerpo de un anciano fallecido por coronavirus en una residencia de Barcelona, el pasado noviembre.Emilio Morenatti / AP

Como ocurre durante una guerra, una pandemia obliga a aprender a convivir con la muerte. El primer fallecido oficial por coronavirus en España fue un viajero proveniente de Nepal, el 13 de febrero de 2020, aunque se descubrió bastante tiempo después. Para muchos la enfermedad era todavía un rumor lejano, que se iba extendiendo desde el otro lado del mundo, pero que no se había convertido aún en una espeluznante realidad que iba a paralizar las vidas. Sin embargo, a partir del 3 de marzo, empieza el conteo oficial y las cifras suben rápidamente: el número de hospitalizados, de ingresados en las UCI y de víctimas mortales irrumpen en la contidianidad y se convierten en una rutina siniestra, diaria, de números.

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Las peores jornadas se vivieron entre el 30 de marzo y el 4 de abril cuando, según los recuentos oficiales, se superaron los 900 decesos diarios. Eran cifras que llegaban cuando todavía no había mascarillas disponibles, ni gel hidroalcohólico, ni respiradores suficientes, ni se conocía bien la enfermedad y todos estábamos encerrados en nuestras casas, pendientes obsesivamente de unas noticias que parecían provenir de otro tiempo, incluso de otro país. Era como si la realidad le ocurriese a otras personas. El mundo había vivido guerras, desastres, cataclismos y atentados masivos, pero era la primera pandemia de esas dimensiones en un siglo. Según los datos oficiales, más 80.000 personas han muerto por la covid en España. Nadie duda de que los datos reales son muy superiores. Desde entonces, solo ha habido un día en el que no se notificaron muertos por la covid-19 en España. Fue el 5 de julio de 2020. Ahora, cuando las cifras de muertes iban bajando conforme avanzaba la vacunación, han vuelto a repuntar en agosto, que encadena dos semanas con más de 100 fallecidos al día de media.

Pese al goteo diario, se ha tratado de una muerte ausente y lejana, salvo para aquellos que la han sufrido directamente en sus familias, un 11,7% de los españoles, según una encuesta del CIS de febrero. “Las pandemias, y en general las catástrofes naturales, se viven de forma diferente a atentados como el 11M o el 11S”, explica Víctor Pérez, psiquiatra del Hospital del Mar de Barcelona y presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría Biológica, además de investigador principal de Cibersam. “Los primeros días nos atormentábamos por 100 fallecidos y, poco tiempo después, morían casi 1.000 personas al día y llegamos a acostumbrarnos. Había jornadas que eran como si se hubiesen estrellado varios aviones y, de alguna manera, esos golpes no te crujían como al principio. Cuando las causas son naturales, la tolerancia es bastante mejor. Cuando es por la mano del hombre puedes generar odio, ver un culpable, pero en las catástrofes naturales es muy difícil”.

Rituales funerarios

La muerte, en todas las culturas del mundo, está codificada a través de rituales más o menos complejos, en los que la sociedad se reconoce y consuela. En algunos lugares, de forma muy radical, como entre los Toraja de Indonesia, que sacan a pasear a sus fallecidos y les dejan secarse al sol en sus ataúdes y se fotografían con ellos años después de su fallecimiento. En muchos países occidentales, ser acompañados en el duelo es un ritual esencial para los allegados en su despedida. La prohibición, por miedo al contagio, de los funerales y velatorios durante la primera ola fue, para Víctor Pérez, el error que lamenta más profundamente de aquellas primeras semanas de pandemia.

“Fue una línea roja que no debimos cruzar”, explica el psiquiatra del Hospital del Mar, sobre la prohibición de funerales y velatorios durante el estado de alarma. “Asustados por el contagio, por la falta de trajes de protección, el comité de crisis del hospital decidió que no se permitía algo que culturalmente es sagrado, como es el duelo y el hecho de que la familia pueda estar cerca. Es lo que más me ha quitado el sueño, a mí y a los que estábamos en ese comité. No murieron solos, porque el personal de enfermería hizo un trabajo espectacular, pero pagaba un precio enorme. Algo no estábamos haciendo bien cuando nos saltamos una de las cosas más sagradas que tenemos en la sociedad. Ahora estamos intentando evaluar qué repercusiones tuvo en el duelo poder despedirse o no”.

Las cifras de víctimas difundidas a diario, mezcladas con la falta de duelos públicos durante meses y con la casi total ausencia de imágenes de fallecidos han producido un efecto de anestesia. Paradójicamente, la muerte ha estado más presente que nunca en los últimos tiempos y, a la vez, socialmente ausente salvo para aquellos que no la han sufrido en su primer círculo.

María Ángeles Durán, catedrática de Sociología y profesora de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) que ha publicado trabajos sobre la sociología de la muerte, señala: “Parte de la anestesia se ha producido porque se trata de cifras muy concentradas en gente mayor y con patologías. Mucha gente pensaba ‘yo no soy como los que se están muriendo, no corro tanto peligro’. Sí hubo algunos momentos de mucho miedo al principio, sobre todo en los primeros momentos cuando no había respiradores y se llenaron las UCI”. “La pandemia ha traído un cambio no tanto en nuestra relación con la muerte”, prosigue Durán, “como con la vulnerabilidad y la fragilidad: de nuestros empleos, en la capacidad de la ciencia, en nuestras organizaciones políticas y sociales. Aunque la fe casi religiosa en la ciencia se ha recuperado en parte con las vacunas, ha quedado la sensación de que la medicina no nos protege de todo”.

Julián Fernández asiste al funeral de su madre en abril de 2020 en Zarza de Tajo, Cuenca.
Julián Fernández asiste al funeral de su madre en abril de 2020 en Zarza de Tajo, Cuenca.AP Bernat Armangue / AP

“Una sociedad se puede acostumbrar a que muera tanta gente”, explica esta socióloga, que recuerda que el gran escritor portugués Miguel Torga relataba que, en su juventud, había dos tipos de toques a muerte: por una persona adulta, y se paraba el trabajo en el campo, y por un niño, y entonces se seguía laborando como si nada, porque la mortalidad infantil era muy elevada.

La pandemia ha roto una tendencia que, desde hace más de medio siglo, se había asentado en Occidente: el alejamiento de la muerte. Vivimos en una sociedad que, como escribió el historiador francés Philippe Ariès en su clásico Historia de la muerte en Occidente (Acantilado), ha intentado “domesticar” a la muerte y que prefiere no hablar de este tema. En inglés, es casi una grosería incluso nombrarla y se utiliza la expresión “pass away”, algo así como “pasar más allá”, para no recurrir a la palabra maldita.

“Es morboso, hacemos como si no existiese”, escribe Arriès. “Solo hay personas que desaparecen y de las que no hablamos. Hablaremos más tarde, cuando hayamos olvidado que están muertos”, prosigue. Por otro lado, la muerte también provoca una mezcla de miedo y fascinación: casi siempre se cuela en las listas de libros más vendidos y está presente en los cuentos y películas infantiles (de Bambi a El rey León). Pero se trata de fallecimientos individuales e identificados con accidentes, ataques o enfermedades que todavía siguen derrotando a la medicina. La pandemia, sin embargo, nos ha arrastrado a unos tiempos en los que la muerte formaba parte de la vida cotidiana: con el coronavirus irrumpió con una presencia desconocida en Occidente desde hace décadas.

Actitud ante la muerte

“Durante la anterior pandemia, la actitud ante la muerte era muy diferente”, sostiene la escritora y periodista Laura Spinney, autora de El jinete pálido, un libro sobre la mal llamada gripe española, que causó entre 50 y 100 millones de muertos entre 1918 y 1920, justo después de la Primera Guerra Mundial. “Se trataba de una época anterior a los antibióticos, cuando las infecciones mataban a muchísima gente. Las enfermedades mortales son ahora muy diferentes y la esperanza de vida es mucho más elevada. La gente estaba entonces muy acostumbrada a la muerte, incluso a la de sus hijos. No es que fuese menos trágica, pero ocurría mucho. Existía menos temor a la muerte, porque formaba parte de la vida”.

Todo esto no quiere decir que el miedo a la muerte no haya estado muy presente en la sociedad durante los largos meses de la covid-19. La citada encuesta del CIS sobre la salud mental de los españoles durante la pandemia revelaba que el 23,4% de la población había sentido mucho o bastante “miedo a morir debido al coronavirus”, un 18,4% entre los hombres y un 28,3% entre las mujeres. Por edad, los que más miedo han sentido a morir fueron las personas de 55 a 64 años (un 26,2%). En cambio, una encuesta del CIS de 2002 señalaba que la muerte no estaba entre los principales pensamientos de los españoles: solo el 14,1% de la población pensaba en ella de manera muy frecuente y el 18,6% nunca pensaban en ella.

La pandemia ha roto no solo un tabú, sino una falsa sensación de seguridad, que alejaba cada vez más a la muerte de la mayor parte de nuestra vida. La escritora y ensayista francesa Simone de Beauvoir dedicó un libro al fallecimiento de su madre, Una muerte muy dulce, en el que reflexiona sobre cómo siempre había pensado que el fallecimiento de las personas mayores formaba parte de la vida y no entendía el dolor de amigos suyos cuando fallecían sus padres en la vejez. Sin embargo, explica Beauvoir, todas sus teorías se derrumbaron cuando fue su madre la que murió. La pandemia ha obligado a miles de familias a pasar por esa experiencia brutal. “No morimos de haber nacido, ni de haber vivido, ni de vejez. Morimos de algo”, escribe Beauvoir. “No hay una muerte natural: nada de lo que ocurre al hombre es natural porque su sola presencia pone la naturaleza en cuestión. Todos los hombres son mortales, pero para cada uno su muerte es un accidente e, incluso si la conoce y consiente, una violencia inusitada”. Pese al éxito de la campaña de vacunación, esa violencia no se ha detenido.


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