La religión en la lengua


Escribo sentada en una terraza al sol en Sevilla, suenan de lejos las bandas de música del Domingo de Ramos y huele a incienso. No por tópico es menos conmovedor. Hay nazarenos yendo a las iglesias y abruma el trasiego de gente expectante. La ciudadanía que participa en la Semana Santa, la que sale a la calle, se comportará estos días como una de esas bandadas de pájaros que, sin rozarse, saben que hay un momento en que tienen que virar unánimes el vuelo, subir o bajar con decisión rápida. Habrá mutismo absoluto cuando toque cofradía de silencio y habrá gloria callejera cuando toque exultación, sin que nadie ordene explícitamente una cosa u otra. Haremos en la calle lo mismo que se hace en la lengua: ser religiosos aunque no practiquemos, llevar lo sagrado a lo común, humanizar lo que en la iglesia se tiene por divino.

La religión está en la lengua porque sus ritos y lecturas han estado en nuestra cabeza, en nuestra forma de relacionarnos. La huella del cristianismo nos hace decir que hemos pagado la cuenta “religiosamente” o que ponemos a alguien “en un altar”; nuestro refranero contiene también expresiones bíblicas (tirar la primera piedra, poner la otra mejilla, ser profeta en tu tierra). Las creencias varían pero las tribulaciones en que se sustentan son las mismas: la humana necesidad de la introspección, la inquietud por el azar y la muerte, la gestión de las emociones… Por eso, si cambia la religión, varía el vocabulario de la adoración, pero esta sigue siendo parte de la lengua. En su momento el cristianismo sustituyó de forma deliberada al léxico del politeísmo romano: se prefirió, por ejemplo, llamar iglesia a lo que antes era templo, igual que hoy, con términos de otras religiones, se llama gurú al que cumple para unos la función de líder espiritual que tienen los sacerdotes para otros o se anhela un estado zen o nirvana, que no es distinto de la elevación que decían experimentar nuestros místicos de los Siglos de Oro.

Sí varía entre sociedades, y por tanto también entre lenguas, nuestro modo de acercarnos a lo divino. Para algunas religiones, la divinidad desborda a la lengua. Lo sagrado se hace en ellas inefable, imposible de expresar con palabras, o incluso innombrable, tabú, voz prohibida. En la tradición hispánica, en cambio, la lengua no se ha privado de nombrar a lo divino: el castellano, que tiene desde sus orígenes formas respetuosas de apelar al otro (vos, vuestra merced, usted) no las ha utilizado en las oraciones, que siempre han tuteado a las entidades divinas. Igualmente, en un proceso muy largo, nuestra sociedad ha terminado integrando el idioma cotidiano como idioma de la liturgia. En la India, el sánscrito sigue siendo lengua de la liturgia, aunque no se use en la calle; en Europa, el latín, en cambio, fue lengua de la misa respecto a las lenguas romances pero estas entraron poco a poco en la iglesia: lectores habrá que recuerden la misa en latín.

En una semana como esta, donde las iglesias parecen abrirse a la calle, podemos reflexionar sobre cómo nos hemos divinizado como humanos y cómo hemos humanizado, sacado a la calle y metido en la lengua lo divino. Todo lo humano necesita de la lengua para ser expresado, las religiones no son posibles sin la lengua, en el principio siempre está el verbo. Y después nosotros, individuos y no masas unánimes, tratamos de desentrañar cotidianamente el laberinto de vivir y sus tribulaciones.

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