La trampa de la capital del sur

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Son las 19.24 en el parque central de Tapachula. A la hora que se escriben estas líneas se esconde el sol sobre la explanada de un lugar con alma de provincia y cuerpo de sicario. Un rincón deforestado de la selva chiapaneca donde los músicos de marimba y los vendedores de helados se cruzan con una realidad menos bucólica. En esta ciudad de una de las fronteras más calientes del planeta, una mujer que espera en una esquina es casi seguro una prostituta hondureña que cobra menos de tres dólares por una felación; en la cabina telefónica no hay una madre cualquiera, sino una salvadoreña suplicando a su abogado que mueva cielo y tierra para que no deporten a su hijo; y en un semáforo, un niño vende los plátanos desechados de una finca donde explotan a pequeños como él. A unas calles, grupos de cameruneses, angoleños y haitianos acomodan los cartones en el suelo para pasar su décimo día a la intemperie con el estómago vacío. Todas las fronteras tienen una capital y Tapachula es la de la frontera sur. Un sitio al que se llega como se puede y se sale deportado en un autobús. Lo más parecido que hay en América a un campo de refugiados, sin lonas blancas ni apenas ayuda humanitaria que los libre de la miseria. Y aquí, atrapados, no tienen otra opción que resistir.

Eso es lo que lleva haciendo Marbella desde que puso un pie en Tapachula, hace más de dos meses.

[Pinche sobre cada imagen para escuchar el testimonio de los atrapados en la capital del sur. En el audio podrá reproducir el mosaico de voces que representa el Babel de Tapachula]

LAS CAUTIVAS DE TAPACHULA

Si Marbella pudiera dar marcha atrás al reloj, si volviera a empezar, lo único que pediría es que su hijo no supiera que es puta. Pero también, comer carne dos veces a la semana, pagar las pastillas para la hipertensión y, si no fuera mucho pedir, dormir en un colchón. La prostitución en Tapachula permite pocos lujos más que el de sobrevivir. Quince minutos entre sus piernas cuesta lo mismo que una Coca-Cola en una terraza de Madrid, 50 pesos (2,3 euros / 2,6 dólares). Más barato que una ración de tacos al pastor con Boing de guayaba.

Marbella es su nombre de guerra. Es una mujer atractiva, la más cotizada de la plaza. Mide algo más de 1,65, tiene 37 años, el cabello dorado, los ojos color miel, la frente blanca y grasienta y un piercing de bolita que retuerce como un Chupa-Chups mientras habla. Hace un mes pesaba más de 100 kilos, ahora dice que ha bajado unos 20. “La dieta del migrante, mamacita”.

Él tiene 15 años, y la espera cada noche en el parque donde trabaja su madre, jugando con el celular. Mira Facebook, y habla con su hermana mayor, que no quiso huir con ellos de Honduras. Su madre se demora como 20 minutos en llegar de un motel al que se fue con un cincuentón que apuraba en dos tragos una lata de cerveza Tecate. El primer cliente de la noche. Lo que tarda en dejar que se suba encima de ella, bajarse los pantalones —la única prenda que se quita—, colocarlos en su sitio de nuevo y cruzar la esquina. Su hijo asiste a la fase previa, al precio que los hombres ponen a su madre. Cuando no puede más, se va a casa.

La trampa de la capital del sur

MARBELLA: HONDURAS “Tu mamá no disfruta con esto. ¿Entendés?” Tiene 37 años. Llegó hace dos meses a México con su hijo de 15, su hija adoptiva y su hermana. Huyó de su país, amenazada de muerte por la pandilla Barrio 18. Al cruzar la frontera, lo perdió todo. Su única forma de sobrevir es vender su cuerpo. Con el dinero que gana, puede comer y alquilar el cuartucho de la cochera que aparece en la imagen. No le alcanza para el colchón.

Unos días antes de que decidiera hacer esto, sentó a su hijo y se lo contó todo.

—Hijo, vení. Vení acá. Sentate. Ya sos grande y tenés que saber que esto es lo que hay ahora. Tu mamá no disfruta con esto, ¿entendés? Tu tía tampoco —recuerda.

Merilyn, Esmeralda, Wendy, Tifany, Deborah… Si no fuera porque todas responden a nombres de actrices de telenovelas o leyendas de Hollywood, nadie sospecharía lo que sucede entre la iglesia principal y el Ayuntamiento. Las putas en esta ciudad no llevan minifalda ni tacones. La mayoría ni sonríen, ni buscan a un cliente. Si un forastero cruzara ese parque por primera vez, no vería más que mujeres sentadas pasando la tarde.

Las calles de Tapachula ni siquiera tienen un nombre, solo son números y puntos cardinales. El tráfico es lo único que tiene de gran ciudad este municipio de 320.000 habitantes. Un atasco de coches, cláxones y mentadas de madre que se produce todos los días hacia las dos de la tarde en el centro. Ahí se encuentran los comercios, oficinas de Gobierno y cientos de migrantes de diferentes países que hacen fila para pedir refugio en México. La única opción si no quieren ser deportados. El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ha expulsado en los primeros siete meses del año a 82.132 personas, las suficientes como para llenar el Estadio Azteca. Unas 22.000 más que en el mismo periodo del año pasado, cuando gobernaba Enrique Peña Nieto, del PRI, criticado por su política de mano dura frente a la inmigración.

Mientras esperan a que un papel los reconozca como ciudadanos, los que han quedado atrapados en Tapachula, como Marbella, defecan a las afueras, se bañan en los ríos y dan a luz entre los escombros de casas de lámina. Resistir en esta ciudad rural que apenas tiene industria ni turismo es el objetivo más inmediato. Después, huir de aquí.

Adam Smith seguramente no pensaba en Tapachula cuando explicó que el ánimo de lucro era lo que realmente hacía girar al mundo. Que no era por la benevolencia del carnicero o del panadero que se podía cenar cada noche. Y esta ciudad de miles de inmigrantes al borde de la desesperación representa el ejemplo más radical de su teoría de la mano invisible. Las crudas reglas de la oferta y la demanda hacen que las personas se vendan a precios irrisorios. No solo el cuerpo de las mujeres, sino también el de jornaleros, camareros, trabajadoras del hogar, que buscan una necesidad más básica que la del bienestar: la de seguir existiendo. Y aquí, señores, oferta sobra.

En Tapachula al menos una de cada 100 mujeres es prostituta. El doble que en España y una tasa por habitante mayor que la capital de México. 2.500 en una localidad de 320.000 habitantes. Las cifras, recogidas por la mayor asociación en defensa de sus derechos, Brigada Callejera, solo cuentan a las que lo ejercen en cantinas, bares y cabarés, no a las que trabajan en la calle. Marbella y una decena de mujeres del parque ni siquiera figuran en estos registros del lumpen. Sobre estas últimas estiman que hay unas 300 más.

El sexo en este rincón del Estado más pobre de México deja al año 500 millones de pesos (unos 26 millones de dólares / 23 millones de euros), más dinero que el que destina el Estado rural de Chiapas a fomentar el campo. De los cuales, unos 150 millones se van para las empresas donde trabajan o en el pago de mordidas, según los testimonios recogidos por Brigada Callejera y Médicos del Mundo.

La prostitución ha sido un negocio en Tapachula desde que existe la frontera, y por eso, la sede más importante de la ONG, fuera de la capital, se encuentra en esta ciudad. Las mujeres de Brigada imparten charlas, regalan condones y pruebas de VIH, sífilis y gonorrea en sus lugares de trabajo.

Los negocios de copas no pueden tener una licencia que permita la prostitución, pero es casi imposible encontrar un bar en Tapachula donde no haya mujeres que se prostituyan, entretengan sobre sus rodillas a unos clientes o bailen en una barra. El Ayuntamiento saca de esto su tajada correspondiente: los más de 2.000 establecimientos que venden alcohol pagan más de tres millones de pesos en impuestos, según los datos de transparencia.

En la esquina de la Sexta avenida sur con la Segunda poniente, una; giro a la derecha, dos; sube la calle, tres, cuatro, cinco; llega al parque, 10, 12, 15… ¿Hay alguna mujer parada en esta ciudad que no se dedique a esto? A un costado de la iglesia, siete, ocho, nueve. Junto al Palacio Municipal, unos policías les sonríen. En la calle 12, un grupo en cada esquina. Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Cuba. Hay una regla entre ellas y es que ninguna se prostituye en su pueblo. Una morenita hondureña pide que en la foto no salga el tatuaje de una rosa que lleva la espalda: “Si mi madre se entera, le da un infarto”.

Una cárcel llamada Tapachula

Marbella llegó hace dos meses a México con su hijo de 15 años, una hija adoptiva de 23 y su hermana pequeña, de 28. Una de las pandillas más sádicas de Honduras, Barrio 18, les dio un día para abandonar su casa o morirían todos. Llevaban meses esquivando extorsiones. Y huyeron, como hacen todos, recaudando la mayor cantidad de dinero posible, tomando un autobús y haciendo autoestop, pagaron 6.000 dólares (en total) a un coyote, que las dejó tiradas en medio del camino. Siguieron huyendo. Llegaron al último pueblo de Guatemala, cruzaron el río. A partir de aquí, comienza otra historia.

—Órale, hijas de su pinche madre, dennos todo lo que traen o les partimos la madre aquí mismo.

Los balseros que las habían cruzado desde Guatemala, a través del río Suchiate, exigieron que esperaran unos minutos en lo que les decían hacia dónde ir. Esperaron. Y ahí, en un basurero a pocos metros de los puestos de Migración y del enorme despliegue militar para frenar la temida ola migratoria, un grupo de maleantes, armados con machetes y algún palo, las amenazaron de muerte.

Diez minutos después de pisar México, ya se habían quedado sin medicinas, sin muda limpia, sin calzado, sin pasaporte y sin dinero. El poco orgullo que les quedaba lo perderían unos kilómetros más adelante.

—Muy bien. Ahora, váyanse por esa calle de allá. Ahí hay unas combis que las llevan a Tapachula. Cuando lleguen a la ciudad, pregunten por la Comar [Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado], allá están yendo todos. Si dicen que migran por la violencia tienen más opciones. Y ¡aguas con los retenes de los militares en la carretera! Cuando los vean, se bajan y caminan más seguras por el monte.

La esquizofrenia de la frontera. Las instrucciones de seguridad y trámites migratorios en boca de unos bandidos que unos minutos antes estaban dispuestos a coserlas a machetazos.

Se fueron por el monte. Y unas horas más tarde, unos agentes de Migración las detuvieron y fueron directas a la enorme cárcel de migrantes de la frontera sur, el centro de detención Siglo XXI, en Tapachula. 24 días. Diarrea, depresión, angustia. Sus instalaciones llevan colapsadas meses, su población duplica la capacidad, después de que el presidente mexicano decidiera obedecer el mandato de Trump y levantar el muro invisible del sur. Al salir de ahí, sin más opciones que pedir el refugio en México a cambio de no ser deportados, en este municipio pobre del México miserable, nadie encuentra más trabajo que el de vender lo que sea: frutas que caen de los árboles, limpiar coches en los semáforos o unos paquetes de chicles en la calle.

Y con eso no se come.

La hermana de Marbella, Estefani, llega bañada en sudor al parque central. Son las 21.30 pero en esta ciudad de hormigón, el calor pegajoso y espeso no da tregua ni siquiera en la noche. 30 grados húmedos que recuerdan que ahí, antes de que los cafetaleros alemanes y suizos y los productores de plátano acabaran con toda la vegetación en el siglo XIX, lo que había era selva.

Se abanica con un cartón de fruta que acaba de recoger del suelo. Su hermana la llama: “Mamacita, vení acá. ¿Cómo te fue?”. No se quiere ni acercar. Siente que su ropa, una playera blanca ajustada y unos leggings negros, todavía huele al señor que se la llevó a una pensión por horas del centro. “500, mami, 500”, responde sofocada. Esa noche han tenido suerte.

Ha llovido y no hay muchos clientes. Un grupo de mujeres se acerca a Marbella y su hermana. No son amigas. Una no se puede fiar de nadie ahí. Charlan simplemente para no aburrirse.

— ¡Ay, si al menos se bañaran, esto sería más fácil! Mirá, yo a muchos viejos les digo que se vayan a la ducha. Se lo digo así, suavecito… Mi hermana ni les sonríe, ¿verdad?

—¡Qué tufo!

—Mi límite, amiga, son los penes negros… No puedo. Así tan grandes, tan negros… La primera vez que vi uno fue aquí se los juro, de los morenos estos del África…

—¿Y usted? ¿Tan jodidas están las cosas en España para que se venga de reportera hasta acá?

El niño sigue sin despegar los ojos de la pantalla. Y hace como si no viera ni escuchara a su tía ni a su madre. La vergüenza que siente él enfurece a Marbella. “¿Pero qué hacemos? Usted dígame”. Con lo que ha sacado en dos semanas, ha pagado la renta de este mes y ha comprado un ventilador.

La tarde siguiente, Marbella muestra el lugar donde viven. Sesenta dólares al mes por un cuartucho en la cochera de una casa. Solo cuatro paredes. No más de 10 metros cuadrados. Allí duermen sobre unas mantas en el suelo. En la calle, el termómetro roza los 36 grados. Ahí dentro, la sensación térmica es de por lo menos 10 más.

Doña Concha, una señora rubia, bien peinada, de unos 70 años, que renta esos cuchitriles sin ventilación a migrantes desesperados, sale de su cocina al escuchar el trajín de la entrada. Vive en una casa sencilla, pero fortificada con concertinas sobre los muros. “Con ellos una nunca sabe”. Ha cerrado el acceso que hay en el patio a la azotea por si a alguno se le ocurre subir y aventarse desde un segundo piso, su mayor preocupación. “Si se me muere uno aquí, imagínese en los problemas en los que me meto”. Adora a la reina Sofía —“yo nunca entendí cómo esa mujer que venía de la nada, Letizia, llegó hasta donde está, le falta porte, clase…”—. Y en cada frase repite que su marido es militar.

Sin querer, en mitad de una conversación en la que se queja de tener que volar cada mes desde Ciudad de México a cobrar las rentas, porque no se fía ni de su sombra en Tapachula, se le escapa su pecado. Estos zulos costaban hace un año la mitad, pero con la llegada de miles de migrantes y el miedo a continuar hacia el norte por el aumento de la represión contra ellos, la demanda en la ciudad se ha disparado. Y de esto han sacado ventaja los vecinos como ella. Además, muchos les pintan su casa, les barren la entrada y deben mostrar una actitud servil: doña Concha en la capital es Concha; aquí, La Patrona.

Marbella se aleja de la conversación y, como una sirvienta dócil, agarra una escoba y mueve las hojas secas de la entrada de doña Concha. Cuando se mete de nuevo en su casa, aprieta los dientes: “Yo en Honduras no era así, ni habría aguantado esto. Se lo juro”.

 

Las calles son de las centroamericanas; los puticlubs, del Caribe.

Desde el parque donde se prostituye Marbella, un cartel publicitario gigante anuncia otro de los atractivos de Tapachula: “El Marinero, siéntete como en Cuba”. Y dos mujeres en bikini.

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TOÑO ARMAS, DUEÑO DE UN ‘TABLE DANCE’ “Las cubanas me han levantado el negocio” Tiene 50 años. Regenta el cabaré El Marinero, donde emplea a inmigrantes irregulares a las que asegura ayudar con los trámites de migración.

Toño Armas, de 50 años, el dueño de este table dance, reconoce que incluso llegó a replantearse decorar su negocio con la bandera de la isla. Pero luego pensó: “Y si de pronto se me van todas porque consiguen sus papeles, ¿qué hago?”. Entonces, decidió una decoración sugerente: piratas, palmeras, un estilo caribeño, así en general. Tiene una novia cubana, como 20 años más joven, rubia, alta. La presenta orgulloso. “Ahorita te veo, mami”.

A 10 minutos caminando desde la plaza donde Estefani se abanicaba con un cartón y el hijo de Marbella miraba el celular, unas camionetas Chevrolet Suburban, con los cristales tintados aparcan dentro de un garaje privado. El entramado de seguridad: tres cubanos de metro ochenta.

De ellas bajan grupos de cuarentones, casi todos con la misma camisa de cuadros azules. Están animados. Y eso que es lunes. Al mismo tiempo, entre los vehículos desfila un goteo de chicas de unos veintipocos. Van vestidas de calle, pero pronto se transformarán en colegialas o conejitas de Playboy con poco presupuesto.

Entran por unas puertas traseras que desembocan en cuartos de ladrillo pintados de rosa y azul celeste. Se desnudan, se maquillan, se peinan, se perfuman con colonias que embriagan el aire con aroma a melocotón, coco y frambuesa. Su tono de voz al cruzar ese umbral también es empalagoso; su sonrisa, complaciente. Ya están trabajando.

Frente a la barra de estriptis, el mismo grupo de cuarentones se ha montado la fiesta en la mesa más cercana. Uno de ellos introduce la nariz entre las nalgas que rebota, con mucho menos entusiasmo del que le gustaría, Rosel, de 21 años, de Cienfuegos (Cuba). En su brazo lleva marcados los tragos que logró que este hombre bebiera al ritmo de sus caderas, una pulsera por cada bebida. Cinco dólares de ganancia. Lo que serían dos arrimones en el parque central.

Un día antes de la visita a este local, la asociación en defensa de los derechos de las prostitutas en México, Brigada Callejera, había repartido condones, anticonceptivos y pruebas de VIH gratuitas para las chicas. Pero ningún responsable del negocio puede mencionarlo en voz alta y menos ante una grabadora, pues les cierran pronto el changarro. Desde que en 2014 el Gobierno de Chiapas emprendiera una cruzada contra la explotación sexual, en Tapachula ningún bar puede tener una licencia de ese tipo. Esto, oficialmente, es lo que ven: un cabaré.

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MUJERES CUBANAS EN EL MARINERO “Parece que han nacido para esto” Pocas pasan de los 30. Con un sueldo de entre 500 y 1.000 pesos diarios, son las migrantes mejor remuneradas de la frontera. Bailan frente a grupos de hombres, semidesnudas o desnudas sobre plataformas como las de la imagen. Ellos no dudan en meter sus narices entre sus nalgas.

Las chicas, a las que ayudan con los trámites de migración, les buscan una casa con seguridad y les pagan un sueldo que va desde los 500 pesos a los 1.000 al día —las migrantes mejor remuneradas de toda la frontera— prefieren mantener la boca cerrada. Ahí solo bailan, se desnudan y entretienen a los clientes.

Entonces, durante unas horas, tanto Toño Armas como nosotros jugamos el juego de creer que lo que ahí sucede es solo lo que se ve. No lo que esconden algunos cuartos oscuros, reservados para diputados o funcionarios de más alto rango; tampoco los pasillos que comunican con los baños o con el despacho del dueño ni lo que han confirmado las activistas. “Si lo hacen, es fuera de aquí. Es su vida privada”, insiste Armas.

—Mire, le digo la verdad: me han levantado el negocio. La hondureña es así más tímida, más callada… Pero la cubana tiene otra educación, muchas tienen una carrera y los clientes están encantados. ¡Mírelas! Parece que nacieron para esto.

Después de entretener —con seis pulseras—al hombre de la camisa de cuadros y de frotarse en la barra del bar, de quitarse la minifalda y conservar solo una corbata fucsia, Rosel regresa a los vestidores. Parece otra chica, más joven incluso de lo que pretendía con ese disfraz de colegiala. Tiene un tatuaje de un corazón de color rojo en el lugar donde algunos delincuentes se pintan una lágrima. Dentro de su mochila, bajo unos tacones plateados, guarda una porra o macana de policía y un arma de electrochoque. La realidad ni sabe ni huele a frambuesa.

Hace unos años, la prostitución de Tapachula se concentraba en un lugar a las afueras. A la orilla de un río maloliente, el Coatán, en una calle sin salida sembrada de locales que se anunciaban como bares diurnos o cabarés. Unos negocios que con licencia municipal podían albergar en sus patios traseros decenas de cuartos sin techo ni asfalto, mujeres prostituyéndose como si fueran ganado.

Este rincón conocido como Las Huacas todavía conserva un edificio del Gobierno al que debían acudir las mujeres cada semana para hacerse exámenes de enfermedades venéreas. Ahora la calle es un basurero, un esqueleto de casas abandonadas donde ha crecido la hierba y no camina casi nadie.

Don Alfredo, de unos 40 años, es el último habitante de Las Huacas. Vive atrincherado en La Doña, el que fuera un burdel de mala muerte, con sus cuatro hijos desde que se arruinó. Cierra con cadenas las puertas de metal y se asoma a través de unas rejas para comprobar que quienes llaman a su puerta no son del grupo de ladrones que, armados con piedras, intentó la otra noche robar lo poco que les quedaba. Entre los restos de este negocio muerto todavía hay algo que no han saqueado: una rocola.

El último bar de la calle, El Manguito, cerró hace menos de un año. Su dueña, doña Dulce, de unos 60 años, advertía a los medios locales con una preocupación interesada que la prostitución no se acabaría con Las Huacas, se iría al centro de la ciudad. Y así ha sido.

Por la calle desierta pasea solo don Ramón con un rebaño de cabras. Una de ellas camina torpe con las dos patas de atrás amarradas por una cuerda. “Mire, ese señor tuvo encadenada a una mujer en uno de los negocios de acá”, cuenta don Alfredo. El chisme se ha extendido unas calles más arriba de Las Huacas, también entre los reporteros de la ciudad. Pero esta información no aparece en la hemeroteca de ningún periódico local, como casi nada de lo que sucedía en este tiradero de mujeres de la frontera.

 

Marbella no cree que haya un lugar más inhumano que Tapachula. El lugar por el que sería capaz de regresar a Honduras y asumir, como fuera, la amenaza de muerte de la pandilla. Escucha indignada cómo sobreviven otras migrantes en Huixtla, a media hora en coche de ahí.

En este pueblo, un hombre termina lo que duran dos canciones de banda.

Al abrirse la puerta de madera, sale un veinteañero que se sube la bragueta y se recoloca al hombro una bolsa negra. Dentro espera una chica guatemalteca, de 29 años, sentada sobre un colchón rosado y sucio a que otro hombre la escoja a ella.

Desde un pasillo angosto se cuela el olor a orín mezclado con la tierra mojada. El suelo no está asfaltado y sobre él caminan señores y jóvenes arrastrando el barro. Echan un vistazo a través de las puertas abiertas de estos establos de mujeres. Se detienen un minuto a mirarlas fijamente sin intercambiar una palabra. Ellas, mudas, solo les devuelven la mirada.

Wendy, nombre también de guerra, ha perdido su carácter. Vive en uno de estos cuartos y su vida consiste en soportar a nueve hombres al día, 10 o 15 minutos cada uno. Jornaleros que bajan en la hora de la comida de las plantaciones de café, plátano o cacao y jóvenes que se pavonean en motos por la calle. Con suerte, si llegan muy borrachos, despacha el trabajo con una masturbación y deja que se duerman unos minutos. Al terminar, cierra con candado la puerta y espera hasta el día siguiente.

—¿Se toma algún día libre?

—Los domingos voy a misa.

La trampa de la capital del sur

WENDY “Los domingos voy a misa” Vive en un cuarto de Huixtla, como los que aparecen en esta fotografía, esperando a que un hombre la elija. Cada día pasan por su habitación unos nueve, entre 10 y 15 minutos. Cuando termina su jornada, cierra con candado la puerta y espera hasta el día siguiente.

Lo que en Tapachula era escandaloso, 40 kilómetros al norte ni preocupa. En Huixtla, primer municipio del corredor migrante para los que escapan de la ciudad, una localidad de 50.000 habitantes que hace vida alrededor de las vías de La Bestia —ferrocarril también conocido como el tren de la muerte, que une las fronteras sur y norte de México y que es utilizado por los migrantes— que no tiene ni cine, ni biblioteca, ni centro comercial, ni un parque decente, hay una calle a la ribera de otro río que huele mal, que no tiene salida, que tiene un burdel cada 20 metros.

Las Carmelitas, La Turqueza, El Dragón, El Infiernito. Todos son, aparentemente cantinas. Donde no se vende más alcohol que el de un litro de cerveza. Tras una puerta doble de madera, como de cabaré del oeste, hay un muro de hormigón que oculta lo que sucede dentro: una decena de mujeres se prostituye por cada negocio.

Todas migrantes. La mayoría llevan años en este pueblo perdido de Chiapas. Muchas vivieron en Tapachula e intentaron seguir su camino hacia el norte. Pero cada día que pasaban en México era uno menos que sus hijos comían en Honduras, El Salvador, Nicaragua o Guatemala. Y en este vertedero termina para muchas su historia. Estados Unidos queda muy lejos de Huixtla.

LOS SEÑORES DEL RÍO

Cuando la policía le pisaba los talones, sus compadres se acordaron de recoger todo menos la coca. En la camioneta en la que huía hacia Guatemala había suficiente mercancía como para pasar una buena temporada en cana. Llevaba un cuerno de chivo (AK-47), un R15, una star, una browning 9 milímetros y un lanzagranadas, según el informe de la policía. De 4 a 15 años de cárcel como mínimo. En una casa a su nombre tenía un laboratorio para cortar la droga y distribuirla. Trabajaba para Los Zetas y los ordenadores y documentos eran más valiosos que cualquier cosa. Cuando recibieron el pitazo de que la policía iba hacia allá, sus compañeros se llevaron todo menos los kilos de perico. Y las armas se convirtieron pronto en un delito más: homicidios, secuestros y crimen organizado. Lo suficiente como para pasar el resto de su vida en prisión. Tenía solo 24 años y había empezado a estudiar Derecho.

Sobre las escaleras de la prisión estatal de Tapachula se observa un campo de césped reseco de unas tres hectáreas por el que deambulan cientos de hombres cojos, mancos, con cicatrices en los brazos y en las piernas y tatuados de las mejillas a los tobillos. En este punto de la entrada se agolpan una veintena de presos contra el que viene de fuera. A la mayoría no los visita nadie desde hace años, pero están ahí para controlar las llegadas, las salidas, y de paso sacarse unos 10 o 15 pesos (menos de un dólar) a cambio de ir a buscar a un jefe. Son los estafetas, los mensajeros.

En el penal número 3 del Estado de Chiapas no hay ni un arco de seguridad. El entramado de vigilancia consiste en tres puntos de identificación donde solo se cercioran de que seas el mismo que dice tu pasaporte y un policía que palpa, en una habitación cerrada, el cuerpo del visitante.

—¿A quién viene a ver?

El preso ni siquiera sabe que estamos aquí. El policía solo anota un nombre en un ordenador donde no se realiza ninguna búsqueda, simplemente se rellenan huecos en blanco. El reo podría no querer que lo visiten, pero nadie le avisa. Entramos.

Uno de los estafetas sale disparado a buscar al líder de la prisión.

El criminal que estudiaba para ser abogado ahora tiene 36 años. Se sienta en una de las mesas de plástico de un restaurante improvisado en medio del patio gigante y habla de cómo el error de sus compañeros de banda lo llevó hasta ahí. “Me dejaron la coca…”. Pero los demás, cuenta, no corrieron con más suerte que él.

—Y para los que trabajaba, ¿ya no están?

Traga saliva y responde.

—Durante un tiempo sí estuvieron. Me pasaban un dinerito por no haber dicho ningún nombre mientras me torturaron como a un animal durante una semana. Pero ahora… Los que estaban conmigo o ya no están o están muertos. Si te metes con el Gobierno, te chinga. Eso es seguro.

Sobre el campo de césped hay instalados cuatro o cinco puestos de comida, que consisten en una barra de madera, un toldo de plástico y un frigorífico de Coca-Cola. Los que lo regentan venden quesadillas, patatas de bolsa y refrescos en botellas de dos litros. A un lado de este local, unos hombres cosen unas hamacas para vender a las visitas de este domingo. Y en el lugar de las cabinas telefónicas han instalado una barbería.

El preso al que hemos venido a visitar controla uno de los módulos de esta prisión. Hay pocos con un perfil criminal como el suyo dentro de esta cárcel estatal, pues los que tienen delitos de crimen organizado y portación de armas propias del Ejército suelen cumplir condena en las cárceles federales, con sus barrotes, comedores con bancos de metal y bandejas de aluminio. Y, por su expediente, es uno de los más respetados del penal. Logró hace unos siete años que lo trasladaran aquí a base de amparos, cerca de su esposa y de sus hijos.

—Ahora las cosas han cambiado mucho ahí fuera…

NARCOTRAFICANTE PRESO “Me pasaban un dinerito por no haber dicho ningún nombre mientras me torturaron” Tiene 36 años. Los últimos 12 los ha pasado en la cárcel y todavía pasará unas cuantas décadas más. Trabajaba para Los Zetas cuando lo detuvieron.

El mayor dolor de cabeza que Tapachula le ha producido al Gobierno en los últimos años han sido los miles de migrantes varados en la frontera, no la violencia del narco. La segunda ciudad más importante de Chiapas ocupa los noticieros nacionales desde las caravanas de centroamericanos y estos días, con cientos de congoleños, cameruneses, angoleños y haitianos que suplican poder salir de ahí.

Cuando la guerra contra el narcotráfico estaba en su punto más sangriento, en 2011, y los carteles se acribillaban a balazos en Ciudad Juárez, Tijuana o Reynosa, en esta zona solo se contabilizaron 17 homicidios en un año. En Nuevo Laredo, en la frontera con Estados Unidos y de una población similar a Tapachula, murieron asesinadas 192 personas.

Aquí no hay colgados de puentes, decapitados ni narcomantas. Los militares desplegados por López Obrador persiguen a los migrantes, no a los capos de la droga. Pero entre sus campos de plátano, sus hectáreas de palma africana, cacao, mango y aguacate, esta zona sigue siendo un corredor clave para la droga que México importa de Sudamérica.

A mediados de agosto, la Marina interceptó un barco con más de una tonelada de cocaína cerca de Puerto Chiapas, que pertenece a Tapachula y está a 28 kilómetros. La semana anterior, una avioneta con media tonelada que cayó 100 kilómetros más al norte por la costa del Pacífico, en el municipio de Pijijiapan. El Gobierno valoró este golpe al crimen organizado en más de 15 millones de dólares. A ese ritmo, si solo se traficara esa cantidad, en un año y medio superaría el presupuesto general de todo el Estado.

Un informe de 2012 de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (Undoc) sobre la ruta centroamericana señala que, sin que corriera la sangre con la misma ligereza que en el norte, por estas tierras cruzaban cantidades ingentes de droga desde que en los ochenta los capos mexicanos importaran con fiereza la cocaína colombiana.

Y el trasiego no se ha detenido en los últimos años en esta zona: en 2015 el Ejército decomisaba 400 kilos de cocaína oculta en costales de fertilizantes en Mazatán (a 25 kilómetros de Tapachula), otros 430 en un tráiler en Huixtla (a 40 kilómetros). Hacia la costa del Pacífico, en Tonalá, 170 kilos de heroína en un tráiler y media tonelada de coca escondida entre plátanos.

Los señores de la droga en Tapachula no se han hecho famosos. Operan en la sombra. Muchos en esta ciudad los conocen y no se atreven a nombrarlos en voz alta. Solo algunos, con poco que perder y con experiencia dentro del negocio del crimen organizado, pueden mencionarlos con naturalidad. Y están en la cárcel.

 

—¿Y quién controla Tapachula?

—Ahora… Puros independientes.

Han sido sus vecinos o los ricos del pueblo en el río Suchiate. El preso al que visitamos señala los negocios de sus herederos, algunos de los cuales roban los camiones que cruzan desde Guatemala. “La droga da dinero. Pero los tráilers también, no se crea, algunos facturan dos millones de pesos…”. Menciona a todos con naturalidad, pero un amigo suyo que está fuera de prisión pide en su nombre que borre los nombres de la libreta. Porque aunque le quedan todavía décadas de condena, tiene familia fuera de ese penal.

—¿Tienen algo que ver las pandillas, la Mara Salvatrucha, el Barrio 18…?

—No, no. Esos cuates están locos. Ellos se dedican a las calles. Extorsionan, controlan barrios, puede que trafiquen con personas. Y se matan entre ellos. Pero los pesados, los que de veras mueven el dinero, son de acá.

—¿De acá se refiere a los grandes carteles de México?

—No, tampoco. De acá digo de Tapachula, del Suchiate. Familias que toda la vida han controlado este negocio. Gente que, mire, si vienen los de Jalisco a entrarle, se sientan y dicen tú contratas a 20 sicarios, tú otros 20, tú otros y así… Por eso desde hace años no les han tumbado la plaza.

Fuera de los muros de esa prisión se escuchan algunos nombres, como el de Faustino Damián Castro, a quien muchos llaman El Patrón o El Jefe. La Fiscalía mexicana hizo público su nombre en 2015 entre una lista de capos socios de Joaquín El Chapo Guzmán en Chiapas. Según una decena de empresarios, diputados y policías consultados, hay otros a quien nadie está buscando. Son dueños de miles de hectáreas a la ribera del río Suchiate y viven oficialmente de lo que producen sus plantaciones de fruta.

—Oigan, tengan cuidado. Esto que les estoy diciendo es muy peligroso. Pueden parecer amables, cercanos… Pero si los mencionan en su reportaje… A esta gente no le importa desaparecer a uno o a 100. Y les da igual si son de España o de Honduras —nos advierte una fuente del Gobierno local cercana a uno de ellos, que insiste en que no anotemos nada que lo pueda delatar.

El martes, 27 de agosto, la mafia local nos envió su amable primer aviso: lárguense de aquí y dejen de hacer preguntas.

 

Aunque del lado mexicano de la frontera, los líderes del narco siguen en la sombra, del otro lado del río, en Tecún Umán (Guatemala, a 40 kilómetros de Tapachula), la corrupción política ha sido demasiado evidente. El alcalde, Érick Súñiga, alias El Pocho, fue requerido en abril por un juzgado de Texas que lo vinculaba con delitos de crimen organizado. Su nombre estaba manchado por una ficha de la DEA.

Como dejar el poder de una zona tan codiciada no era una opción y las elecciones municipales estaban cerca, decidió nombrar a su hija como líder del partido. Isel, Miss Universo por Guatemala en 2017, fue incluida en las listas de este año. Todos en la ribera del río Suchiate sabían que quien gobernaría sería su padre. Ni siquiera conocían el nombre de la joven. Finalmente, el partido se deshizo y Súñiga creó otro en el que puso a un hombre de confianza, aunque el exalcalde corrupto aparecía en todos los carteles de campaña. El Pocho ganó por cuarta vez consecutiva la presidencia municipal de Tecún Umán en las elecciones de junio.

La putrefacción política no es exclusiva del lado guatemalteco del río.

—¿Te sabes la historia del Dólar?—pregunta emocionado el preso.

Manuel Morales Marín se hizo famoso en Tapachula porque en 2001 fue detenido con una lancha que cargaba más de tres millones de dólares en paquetes. Era tanto dinero para contar, que los soldados estuvieron un día encerrados con la única misión de sumar los billetes verdes. Desde entonces, a Morales se le conoce como El Dólar. Y es el cuñado de la exalcaldesa de Ciudad Hidalgo —el municipio mexicano pegado al río Suchiate, frente a Tecún Umán—, Matilde Espinosa.

La expresidenta municipal fue detenida en 2017, y poco después liberada, por repartir más de 1.500 actas de nacimiento falsas a guatemaltecos para las elecciones estatales. El esposo de Espinosa trabajaba en el Registro Civil. En las calles de su pueblo todavía la conocen como La Loba del Suchiate.

—¿Y los que dice que controlan ahora el tráfico, los independientes, no han tenido problemas con el Gobierno?

—¿Problemas? —se ríe—. Son compadres, m’hija.

Aunque a primera vista parece un penal tranquilo, hace algo menos de 10 meses decapitaron a un hombre y dejaron el resto de su cuerpo cerca del taller de carpintería; a otro lo apuñalaron en el comedor. Los módulos de la Mara Salvatrucha y Barrio 18 —las pandillas rivales centroamericanas cuyos miembros llevan años matándose—están separados solo por este patio. Una vez dentro, no hay ni un hombre uniformado ni nada que le haga a uno sentir que quienes mandan en ese rectángulo abierto no son los criminales.

Las celdas de esta prisión no tienen barrotes. Son pequeñas vecindades, abiertas al cielo en su patio interior, con puertas de metal que se pueden cerrar por dentro con un seguro. Muchas tienen televisión, cocina y en casi todas hay un celular. Cualquiera puede pasarlo con algo de dinero. Porque aquí dentro se puede conseguir cualquier cosa, aseguran.

—La verdad es que yo he comido una o ninguna vez en ese comedor. Gracias a Dios puedo pedir que me traigan cuando quiera una hamburguesa, pizzas, incluso para alguna fiesta, unos pomos de Buchanan’s o Bacardí.

—¿Y cómo lo mete?

—Solo hay que darles un dinero a los que están en la entrada. Y al que va a comprarlo, claro.

— Y cuándo hubo la última revuelta, ¿qué paso?

—Es que mire, aquí uno no se puede pasar de listo. Al que le cortaron la cabeza, yo le había dicho ya que no se metiera en pedos. No me hizo caso…

—¿Tiene miedo aquí dentro?

Responde por él otro compañero, ansioso por compartir esta información.

—¿Sabe qué es lo peor que le pueden hacer a uno acá? Bueno, además de que te maten, hay algo que para mí es mucho peor. Hay unos tipos que si te quieren chingar lo que hacen es que te clavan un fierro infectado con sida—. Su jefe asiente, en silencio.

—¿Cómo?

—Sí, sí. Vienen cuando no miran los de las torres y ¡zas! Ya con eso te joden la vida.

La hora de visitas todavía no ha finalizado. Pero unos jóvenes llevan más de media hora observando tensos desde las celdas del piso de arriba la conversación. El preso al que vinimos a ver estrecha la mano amablemente, su familia está a punto de llegar. Uno de sus estafetas acude rápido y muestra la salida.

LA PLANTACIÓN ETERNA

Alrededor de un banano que colea, se entretienen alegres los patrones en la finca. A la vista de los caporales, de un comprador y del terrateniente, estos árboles no han dejado de parir cada ocho meses un racimo de 30 kilos de plátanos por tronco. Estas plantas, estimuladas por litros de fertilizantes rociados desde avionetas, bajo un calor y humedad insufribles, maduran airosas para seguir nutriendo a la compañía. El dueño de las tierras, uno de los empresarios más ricos de Tapachula, se seca satisfecho el sudor con la manga de su camisa.

M’hijo, tráigalos, que han venido los reporteros.

La trampa de la capital del sur

EDUARDO ALTÚZAR, EMPRESARIO PLATANERO “Mire, aquí tenemos de todo: salvadoreños, hondureños y de Guatemala” Es uno de los productores más ricos de Tapachula. Admite sin reparos que sus trabajadores no tienen ni contrato ni seguro médico. Se jacta de codearse con los ministros de López Obrador.

Tiene 47 años, lleva unos pantalones vaqueros desgastados y anchos, amarrados a su cintura por un sobrio cinturón de piel negro. Recoge de una camioneta Nissan de gama media un sombrero de paja. Y por su forma de moverse entre la maleza y de limpiar las hojas muertas de los árboles, parece un hombre de campo al que le ha ido muy bien. El agricultor que nació entre la miseria y ha roto todos los esquemas en una región donde si se nace pobre, se muere pobre.

Es el propietario de gran parte de la ribera del Suchiate, el río que hace frontera entre México y Guatemala, y de la mitad de sembradíos de los municipios que rodean a Tapachula. Una tierra que hierve, ideal para el cultivo de esta fruta. Y que configura el esquema de una ciudad rural, que come y se divierte con el dinero que sale del campo. Sin la agricultura es imposible comprender por qué esta ciudad de 320.000 habitantes es la más rica de todo el Estado de Chiapas. Él es Eduardo Altúzar, pero aquí todos le llaman don Eduardo.

A don Eduardo le ha ido mucho mejor que bien. En Chiapas —el principal productor de plátano del país— se destinan 23.454 hectáreas al cultivo de esta fruta y él es el propietario de 10.500. Don Eduardo, que habla de sí mismo en tercera persona y con el “don” cuando recuerda estas cifras, señala que si no sacas 80 toneladas de plátano por hectárea al año, es que no vales como productor. Y él, asegura, nada de eso: más de 840.000 toneladas anuales de plátano con denominación de origen de Chiapas. Que van en su mayoría directas a Estados Unidos en barcos desde Puerto Madero (en el Pacífico, a 28 kilómetros de Tapachula), para una de las multinacionales de fruta más poderosas del mundo: Chiquita.

Las cantidades de dinero que mueve su firma, prefiere no mencionarlas. Pero uno de sus trabajadores, el nuevo encargado de experimentar con un abono a base de huevo de lombriz, Hugo Juárez, que siente devoción por don Eduardo y su imperio, echa las cuentas: “Cada hectárea requiere unos 120.000 pesos de inversión [unos 6.000 dólares / 5.600 euros] y cada caja de 20 kilos se la vende al gringo por seis dólares. Imagínese”, dice con los ojos como platos esperando la misma reacción. Lo resume con cuatro movimientos en la calculadora: “Si le va mal, gana 200.000 pesos por hectárea al año. Más de 108 millones de dólares”.

Su historia es tan poco común en esta frontera sur, donde el mito de hacerse a sí mismo se reserva para los terratenientes del norte, que una decena de empresarios, policías y diputados consultados sospechan que la compra de estas tierras, que se multiplicó a partir del año 2001 y se disparó en 2005, tiene mucho más que ver con la cocaína colombiana que con el plátano. Y lo señalan como uno de los capos “más pesados” de la región, pues sus miles de hectáreas están ubicadas dentro de una franja clave en el corredor de las drogas que cruzan desde Centroamérica.

Don Eduardo evita hablar del crimen organizado. Y zanja la conversación.

—Mire, Tapachula y esta zona es un lugar tranquilo. Acá no suceden estas cosas que vemos en Tamaulipas… No. Yo mismo, por ejemplo, no llevo a nadie armado, voy tranquilo con mi coche y ni a mí ni a nadie de mi familia le ha pasado nunca nada.

Nació en un rancho de plátanos a las orillas del río Suchiate, en una familia humilde hace 47 años. Y desde los 16 ya manejaba 60 hectáreas que le había heredado su padre, un agricultor que poco a poco fue comprando algunos terrenos de los señores para los que trabajaba. No tenía ni siquiera la edad para cobrar los más de 100.000 dólares mensuales que ganaba con su producción, cuenta. Y mientras Tapachula agonizaba entre los restos del huracán Stan (en 2005), él adquirió a precio de saldo las tierras devastadas de los productores de la zona. Su nombre empezó a moverse entre los empresarios de esta región y ahora, que es el líder local de los plataneros, se jacta de codearse con los ministros del Gobierno de López Obrador, como Marcelo Ebrard (Exteriores). En su teléfono guarda una foto con el secretario en su última visita a Tapachula.

En mitad de la charla, insiste en desviar el tema hacia lo único de lo que habla todo el mundo estos días en la ciudad.

—Traigan a cuatro o cinco de allá—repite a uno de sus empleados.

—¿Qué es lo que van a traer?

—A los migrantes, mujer. Mire, aquí tenemos de todo: salvadoreños, hondureños y de Guatemala, por supuesto. ¡Saluden, hombre, que han venido a verlos!

Un grupo de cinco hombres deshechos se acercan al corro de caporales, encargados de la finca, y al personal de seguridad presidido por Altúzar. Apenas levantan la cabeza para saludar y todos, como si fuera un ritual, hacen el mismo gesto con la mano: acercan el puño en modo de apretón. Se avergüenzan de que sus dedos ennegrecidos se junten con los del resto.

—Buenos días, patrona.

Uno de los cuatro, Ramón, tiene 28 años, pero el campo ha acelerado cruelmente su calendario y aparenta unos 50. Lleva una sudadera azul con capucha y ninguna camiseta debajo. El sudor le corre desde el pecho hasta la muñeca y la prenda está tan mojada, que parece que vaya a diluirse entre sus nudillos. Una gorra gris sombrea la mitad de su rostro y bajo la atenta mirada del jefe declara que él está bien ahí, que gracias a Dios que tiene trabajo y que pudo traerse a su esposa y sus hijos de Guatemala. “Lo malo es cuando uno se enferma. Ahí sí está bien jodido”.

Ninguno de ellos tiene contrato ni seguro médico. “Pero estamos trabajando para que todos lo tengan. Solo que es complicado, muchos no tienen documentos”, se excusa extrañamente Altúzar. Es tan común que en el campo los jornaleros no estén contratados, que no muestran reparos en reconocer esta práctica ilegal.

Entre los surcos de tierra mojada que separan los árboles, deambulan los jornaleros con bolsas de 30 kilos de plátano a sus espaldas. Los racimos son para algunos tan altos, que los plásticos que los envuelven sobresalen sobre sus cabezas y parece que tuvieran patas. Una y otra y otra… Por cada una que recogen al día cobran 1,40 pesos. No llega a un céntimo de dólar. Los más fuertes cargan 100 bolsas al día y con eso sacan siete dólares.

En los perímetros de cada finca, un cableado recorre la plantación. Es el sistema rudimentario que emplean para transportar las bolsas de plátanos, colgadas por ganchos, hacia el lugar donde los lavan y empaquetan. Un hombre escuálido, de 19 años que aparentan 30, se ata bajo la cadera una cuerda que le cruza la espalda. Lleva una camiseta de color café de tirantes que la humedad ha estirado tanto que deja al descubierto su pecho y espalda, tallada por las hendiduras de la cinta. Su trabajo consiste en correr arrastrando las bolsas enganchadas al cable y transportarlas al lugar de destino. Está descalzo. Un trabajo que podría hacerse con un sencillo motor o una bestia de carga. Pero la luz y la comida del animal son más caras que su sueldo.

—Fíjese, una vez un compañero le preguntó a uno de ellos que qué comía para estar tan fuerte— cuenta a carcajadas Altúzar en medio del corro.

—¿Y qué le respondió él?— le pregunta un empleado.

—Que si tuviera qué comer, no estaría aquí.

En este rincón pobre de México, donde los dueños de las tierras se cuentan con los dedos de la mano, los migrantes que huyen de la miseria de sus países y buscan sobrevivir no tienen más remedio que trabajar en el campo. Apenas hay industria y el único turismo es principalmente de negocios. Empresarios de Guatemala que acuden al otro lado de la frontera para sellar acuerdos comerciales con los finqueros de la zona. Y este municipio rural y miserable se alimenta de la mano de obra que la violencia y el hambre de Centroamérica regalan.

En Tapachula, a 30 kilómetros de este rancho, viven los dueños de las tierras en residenciales fortificados a las afueras. En sus callejones, sobrevive la pobreza urbana, mendigando en las calles unos pesos a cambio de limpiar un coche, vendiendo chatarra usada en sus aceras o prostituyéndose en un parque. Carne de cañón para la mano de obra campesina.

Pero en las fincas de plátano, café, mango o cacao hay todavía menos esperanza. La mayoría vive con sus familias en casas que ellos mismos levantaron con lámina cerca de las plantaciones. Lejos de las escuelas o de un centro de salud. Y cada día, desde antes de que amanezca, los más afortunados se suben en una bicicleta para llegar al campo; otros, en camiones de carga que los bajan como ganado para recoger los plátanos que Estados Unidos se come.

—A muchos les sorprende cómo llegó a hacerse tan rico.

En el momento más tenso de la conversación con Altúzar lo interrumpe una llamada. Es su esposa. Han quedado para cenar en el Toks y tiene prisa. El Toks es una cadena de restaurantes de sillones de escay y un menú de 250 pesos (unos 13 dólares / 11,7 euros). Un lugar al que acude la clase media mexicana en el resto del país, pero donde en Tapachula se reúnen las señoras de misa y perlas y los finqueros de chevrolet suburban.

—Mire, aquí no hay secreto. Yo me lo gané trabajando— y resuelve el asunto antes de despedirse.

En el rancho de plátanos, entre unos paneles de madera y plástico donde han instalado el experimento con abono de lombriz que pretende dejarles millones de dólares, su empleado, Hugo Juárez, y único responsable de estas cinco hectáreas, es más tajante.

—¿No tiene miedo de que entren a robarles a esta finca?

—¿Miedo? Nadie le roba a don Eduardo.

 

En el norte de Tapachula, a media hora en coche de las fincas plataneras, se abre una selva espesa que oscurece la carretera salpicada de baches, piedras y ramas caídas. Y a menos de 40 kilómetros del infierno sofocante que se sufre en las plantaciones frutales, pero también en las sucias y grises calles de la ciudad, el clima de repente se torna amable, fresco. La naturaleza virgen envía un mensaje a sus vecinos: dejen de aniquilarme y vivirán mejor.

La carretera serpentea las faldas del volcán del Tacaná que, como el río Suchiate, divide México de Guatemala sobre sus imponentes 4.092 metros de altura. Y las vistas, por primera vez en todo el recorrido de esta frontera, parecen las de una postal de viajes.

En lo alto de la montaña se produce otro de los cultivos que ha mantenido económicamente a Tapachula y a los municipios de alrededor desde hace más de 100 años. El café. Esta zona, conocida como la región del Soconusco, es la que más lo produce de México. La mayor parte del café que presume Chiapas se cosecha en estas coordenadas. Y aunque el desplome de los precios del oro negro ha provocado que en México ocho de cada 10 productores tengan menos de dos hectáreas, sobre esta sierra hay un hombre que tiene más de 700.

Una pick up blanca estaciona en un paraje de película. Las montañas verdes se alzan sobre las nubes y desde un coqueto restaurante en la cima, de manteles de tela blancos, con un porche de diseño californiano que huele a café recién hecho, la miseria de los migrantes en Tapachula y los burdeles inhumanos de Huixtla quedan muy lejos.

“A media cuadra del cielo” está la finca Hamburgo, reza un eslogan. Una de las plantaciones de café más famosas de la zona. Que además se emplea para un turismo de lujo, con tres cabañas boutique, jacuzzi y piscina privada.

—Casas estilo californiano en Tapachula, ¿cómo ven? En 1900 las compraron prefabricadas y se las trajeron hasta acá arriba… Mi familia y yo vivimos en una de esas, ahí a un lado del beneficio.

El dueño de este complejo tiene el cabello rubio, los ojos de un verde poco común en esta tierra de agricultores morenos y encorvados y una piel manchada por el sol. En el dedo corazón de su mano derecha lleva un anillo de oro con el escudo de su familia. Unos ancestros que poco tenían que ver con la tradición chiapaneca. Tomas Edelmann, de 57 años, es el bisnieto del primer grupo de migrantes alemanes que fundaron esta región. Y en eso sí coincide con la realidad tapachulteca de estos días.

Es el propietario de tres fincas de café, que suman en total más de 700 hectáreas. La que lleva el nombre de su marca Hamburgo, la heredó de su bisabuelo, Arthur Erich Edelmann, originario de Perleberg (a 150 kilómetros de Berlín), que en su país vendía maquinaria para café pero solo había visto la planta en fotos.

La trampa de la capital del sur

TOMAS EDELMANN, EMPRESARIO CAFETERO “No podemos subirles el sueldo” Es propietario de tres fincas de café, que heredó de su bisabuelo. Unas cien familias trabajan en sus campos. Hay escuelas, pero no tienen ni seguridad municipal ni hospitales. Todo depende de la benevolencia del patrón.

En 1888, el primer Edelmann se embarca con un grupo de empresarios alemanes invitados por el presidente mexicano Porfirio Díaz para repoblar estas tierras e impulsar económicamente la región del Soconusco. “Antes de que ellos llegaran, en Tapachula solo había selva”, cuenta. Y de las ganancias de estos terrenos enclavados en las montañas viven todavía sus herederos, que exportan la mayor parte de su producción a Estados Unidos. Uno de sus clientes en sus mejores tiempos fue la cadena de cafeterías Seattle’s Best Coffee, antes de que la comprara Starbucks en 2003.

Tomas recorre con su camioneta cada uno de los rincones de esta montaña, donde las plantas del café se crían junto a enormes ceibas, árboles de teca, de breadfruit (típicos del sudeste asiático), de ríos que abastecen de agua a todo el complejo gracias a una pequeña hidroeléctrica que su abuelo construyó hace un siglo. Tiene incluso una isla, acondicionada para que los turistas puedan acampar y experimentar unas noches la sensación de dormir en medio de la jungla.

El heredero de los Edelmann es el único de sus hermanos que ha mantenido esta finca. Asegura que ya no es un buen negocio. “Hace 30 años sí, el café daba mucho dinero, ahora solo intentamos ingresar lo suficiente para no cerrar. Antes había muchas fincas como la nuestra, pero la mayoría de los dueños ya se han ido”, cuenta. En estos meses están innovando con el cultivo de nuez de la india.

Este empresario, que se esfuerza para que sus hijos continúen con su legado, es capaz de reconocer, de un solo vistazo, si una planta está infectada de broca —unos gusanos minúsculos que se alimentan del grano todavía rojo— y muestra entusiasmado todas las variedades de café de las que disponen: las hojas grandes y densas del Maragogype y del Pacamara, la Robusta o el Catuaí.

“Imagínense la montaña cuando la planta florece. Todo lo que ven se tiñe de blanco, un paisaje nevado en Tapachula”. Una cotorra, un águila y un zopilote sobrevuelan en menos de una hora su cabeza.

En dirección contraria al cielo viven los campesinos que trabajan estas tierras.

Un pueblo hecho para el cultivo de este grano. Alrededor de 100 familias habitan unas casas de ladrillo que se amontonan alrededor del beneficio, unos 500 metros carretera abajo del hotel boutique. Cuentan con un comedor que sirve platos de caldo de verduras y algo de guisado de pollo, con un horno de leña a cargo de una familia y una capilla. En lo más parecido que hay a una plaza municipal, se encuentran las oficinas donde acuden a sellar una ficha que acredita, en época de cosecha —a partir de octubre y noviembre—, cuántos kilos de grano recogió cada jornalero.

María, la esposa de un campesino que carga a una niña de dos años mientras espera una furgoneta que la bajará a la finca colindante, cuenta que lo habitual es que se cosechen cinco cajas de 60 kilos cada semana. En total, de media, cobran unos tres dólares al día.

Ellos también han heredado el oficio de sus padres, la mayoría guatemaltecos. Si existiera oficialmente una nacionalidad para ellos, sería la del café. Nacieron entre estas plantas y no conocen más vida que la de los límites de estas hectáreas y las vecinas. Y el esquema está diseñado para que sus hijos tengan el mismo destino.

Tanto para los trabajadores de la finca Hamburgo como para las que la rodean, hay escuelas donde los niños aprenden a leer y a escribir, pero también a cosechar el grano. Son instituciones homologadas por la Secretaría de Educación Pública mexicana.

No cuentan con seguridad municipal ni hospitales. Todo depende de la benevolencia del patrón. Edelmann asegura que sus comunidades se organizan con unos jefes, nombrados por los pobladores, quienes se encargan de mantener el orden. Y cuando alguien se enferma, son sus vehículos los que trasladan al paciente al centro de salud más cercano, que está a más de 30 kilómetros.

Un hombre de unos 60 años camina arrastrando un machete por la orilla de una carretera sin asfaltar. Edelmann lo saluda por su nombre y este le responde y vuelve a mirar hacia el suelo. “El señor lleva toda la vida con nosotros y ahora que ya no puede trabajar como antes, le dejamos que se encargue de tareas menos rudas, como limpiar los caminos”, explica el finquero.

Unos metros más abajo del pueblo, están las galleras. Los barracones donde viven decenas de familias tienen nombre de jaulas de animal. Son unas naves pequeñas de hormigón, donde caben alineadas 10 o 15 literas. Ni siquiera tienen un colchón, se recuestan sobre las tablas de madera que cubren con una manta.

Arriba, la hidroeléctrica de la finca Hamburgo. Abajo, los cuartos de los trabajadores
Arriba, la hidroeléctrica de la finca Hamburgo. Abajo, los cuartos de los trabajadores

— Aunque no lo crea, estamos teniendo más problemas que nunca con la mano de obra. Los campesinos ya no quieren trabajar el café aquí y se van a Estados Unidos.

—¿Y han pensado en subirles el sueldo?

Edelmann se molesta. La miseria entre la que viven estos jornaleros es más que evidente.

—No podemos. De verdad que no… Tal y como están las cosas, es que no nos dan las cuentas.

Huir del campo, de los parques, de los burdeles y salir de esta región ha sido siempre el único objetivo de quienes pisan estas tierras. Pero este punto de la frontera con Guatemala se ha convertido para muchos en una sima profunda y larga de la que no consiguieron escapar. Cuatro mil kilómetros hacia la frontera norte son muchos kilómetros.

Tapachula está desbordada por una emergencia humanitaria insostenible, con cientos de migrantes sobreviviendo en sus calles, parques, hoteles y fincas. Un hervidero que ha captado cierta atención mediática en los últimos meses. Pero esta capital del sur es también una parte del México cruel al que no mira nadie. Los focos y la ayuda internacional quedan tan lejos como su destino.

En las galleras, dos niños de dos y cinco años corretean con unos gatos en la entrada de estas viviendas paupérrimas.

—Buenas tardes, patroncita.

Unas mujeres preparan un caldo para sus maridos en una cacerola sobre un fuego de leña en un patio exterior. La sopa, tan traslúcida que deja a la vista el fondo oxidado de la olla, no tiene más ingredientes que un tomate, algunas verduras y una papa. Con eso tendrán que apañarse por ese día cuatro adultos hambrientos y cinco niños.

Un cerdo hermoso y rosado devora un kilo de tortillas de maíz entre cuatro cajas de madera. “Mire, seño, en cuanto engorde un poco más, lo vendo por unos 2.500 pesos [unos 130 dólares]”, desvela esperanzada la señora Mercedes, una mujer de más de 70 años, hija de guatemaltecos, que nació en esta finca. El animal vale el doble de lo que ganaría su marido por un mes de cosecha.

Sobre este proyecto

La frontera desconocida de América

José Luis Sanz / Javier Lafuente

Ha sido ignorada por décadas. La franja de tierra que conecta México con Centroamérica no tiene la fotogenia de un muro, ni la leyenda que el cine y los medios estadounidenses han dado al río Bravo o los desiertos de Arizona. Se la ha tratado como una frontera latinoamericana más: desordenada, salvaje, porosa y silenciosa. Pero se trata de la línea divisoria que más personas cruzan cada día en el continente americano; una de las más transitadas del mundo. Es cruce obligado para los cientos de miles de centroamericanos que caminan hacia el norte. Más de 120.000 migrantes han sido detenidos en México cada año en el último lustro. Se estima que un 90% de la cocaína que llegará a Estados Unidos ha tocado en algún momento suelo centroamericano antes de burlar la frontera con México. Es una torpeza hablar de migración, de narcotráfico, de esta región entera, sin adentrarse en este límite.

Un conocimiento raquítico se cierne sobre dos fronteras separadas por unos 5.000 kilómetros. La lejanía de Estados Unidos agrava el desinterés por la línea del sur: una frontera remota que no se puede contar en ciudades, sino en aldeas, ejidos y caseríos; que no se relata en la voz de gobernadores, sino de alcaldes, líderes comunales, militares, campesinos y coyotes. Para entender esta línea hay que perderse en veredas de tierra.

Son 1.138 kilómetros delineados por el cauce del río Suchiate en su camino hacia el Oeste, al Pacífico; el Usumacinta que cruza la frontera entre Guatemala y México en busca del Golfo; y desdibujada por la selva guatemalteca a medida que busca el Caribe. Una frontera de orografía complicada y de difícil acceso en buena parte de su trazado. Algunos de sus municipios tienen su propio idioma y a veces sus propias leyes de silencio. Muchas de las comunidades más olvidadas – y agredidas – por el Estado guatemalteco, como los Queqchís o los Cakchiqueles, se refugiaron cada vez más en lo recóndito de esta frontera. Y otras poblaciones, como los menonitas de Belice, encontraron en el olvido de estas tierras el área perfecta para asentarse y construir una vida. En muchos de sus puntos, el Estado es un concepto difuso. Casi todas las políticas de seguridad de los sucesivos Gobiernos mexicanos en las últimas tres décadas han tenido como campo de operaciones este pedazo de tierra en el que Norteamérica se estrecha para convertirse en istmo, pero ni la implementación ni el fracaso de esas políticas mereció más atención que algunas frases sueltas. Hasta ahora, la frontera sur ha vivido y evolucionado alejada de los focos y las preguntas incómodas.

Las maniobras antimigratorias de Donald Trump han abierto una nueva etapa de protagonismo. Su presión para que México contenga de manera más agresiva el flujo de migrantes y su reciente acuerdo para que Guatemala se convierta en primer receptor de deportados para el resto de la región centroamericana derivaron en la militarización de partes de la frontera. Del lado centroamericano del Suchiate, Trump encuentra un cómodo silencio: ninguno de los tres presidentes del triángulo norte centroamericano -que aporta más del 90% de migrantes que cruzan la frontera con México- ha hecho un reclamo público a los Gobiernos estadounidense y mexicano por su pacto de empezar “el muro” del norte en esta franja del sur.

También la construcción del “tren maya”, con el que el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere conectar desde Cancún hasta Palenque, pasando por Tenosique, promete transformar la zona. En ambos casos es incierto el impacto que las nuevas políticas tendrán, no solo en la ecología de la zona sino para los ecosistemas migratorio, laboral y criminal de esta parte del continente americano. La frontera sur de México es una incógnita en rápida mutación.

EL PAÍS y EL FARO nos hemos unido para tratar de destripar este territorio y verterlo en relatos. Como parte de la alianza que iniciamos en abril para contar Centroamérica fuera de sus fronteras, durante los próximos seis meses equipos conjuntos de periodistas de los dos medios, más de 20 personas en total, trabajarán para desvelar las identidades, conflictos y preguntas que esconde esta zona, para narrarla por entregas y en múltiples formatos.

Es una apuesta arriesgada, no solo por la compleja realidad que pretendemos mostrar sino también por las características propias de la zona, una de las más olvidadas y una de las más violentas del planeta.

Aspiramos a ahondar en lugares que, a priori, creemos conocer, como Tapachula o Tecún Umán; al tiempo que penetramos en otros más inhóspitos y recónditos como Xcalak, Ixcan, Bethel o Laguna del Tigre. Trataremos de ilustrar un mosaico formado por indígenas mayas, comunidades garífunas y misquitas, o blanquísimos asentamientos menonitas; por flujos humanos que arrancaron en Centroamérica, África o Asia; por largas extensiones de cultivos legales e ilegales; por pobreza, desigualdad, poderes políticos indefensos y grupos armados en constante recomposición; por países que se deshacen allí donde se encuentran.

Capítulo 6 de Frontera Sur, próximamente.

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