Las cicatrices de la pandemia

Han pasado seis olas, 11 millones de infectados y más de 100.000 fallecidos en España con covid. Dos años desde que el Gobierno de Pedro Sánchez decretó el primer estado de alarma para combatir el coronavirus. 730 días con heridas que aún escuecen y oportunidades que alivian el peso de una pandemia. La crisis sanitaria ha dejado tantas cicatrices como personas se han enfrentado a ella. Cada voz es una historia. Muchas malas, como esa profunda soledad a la que abocó el confinamiento o el dolor de las ausencias que provocó el virus. Pero también buenas, como el amor inesperado o la resiliencia en las trincheras.

Miedo en las UCIAlmudena Cuesta

“Me acuerdo de un señor, yo no sabía lo que era el miedo hasta que lo vi en su cara”
Foto: Olmo Calvo

El silencio de la UCI solo se interrumpe por el pitido rítmico de las máquinas que monitorizan a los pacientes y el sonido de las puertas de los boxes abriendo y cerrando. Este es un espacio en el que se lucha por vivir y donde en los últimos dos años ha habido demasiadas muertes. Almudena Cuesta, enfermera de 25 años del Hospital Gregorio Marañón, en Madrid, ha pasado en primera línea las seis oleadas. “Del principio recuerdo sobre todo el miedo y la angustia de saber que no podíamos llegar a todos, que había mucha gente poniéndose mala en las plantas, pero no había más sitio”.

Tenía experiencia en la urgencia, pero comenzó a trabajar con críticos en enero de 2020, apenas dos meses antes de que todo estallara. “Cuando escuchábamos noticias de China o de Italia, pensábamos que no iba a llegar aquí, y cuando nos llegó el primer paciente fue una locura. Una compañera nos dijo que esa UCI iba a ser solo de covid y creíamos que no se iba a llenar”, rememora. “A los dos días estábamos ayudando a los compañeros de quirófano a abrir camas de UCI. Fue muy duro”.

El hospital se reconfiguró, incluso hizo obras. Lo que era una biblioteca es hoy otra unidad de intensivos, construida en verano de 2020 y abierta en noviembre. Cuesta lleva allí desde entonces. Admite que pensó en dejarlo y dedicarse a otra cosa, tal era la presión, la angustia, la tristeza. El temor a contagiarse y llevar la infección a casa de sus padres, o de no saber cómo actuar ante un virus desconocido. El peso de saber que era ella la última persona que daba la mano a alguien que se moría.

“Vivía el miedo y lo veía en la cara de los pacientes. Me acuerdo de un señor, yo no sabía lo que era el miedo hasta que lo vi en su cara”, recuerda. Se le explicó que había que intubarle y su rostro cambió. Los enfermos les pedían que hablasen con sus familias y se despidieran por ellos.

Cuesta dice que en esa primera oleada se quitaban días libres para poder ayudar. Intentaba no darle muchas vueltas en casa a lo que vivía en el hospital, pero tantas muertes le pesaban. “Me ponía mala de pensar que al día siguiente tenía que venir a trabajar, no dormía”. Muchos compañeros pidieron la baja. “Tuve que pedir ayuda a un psicólogo porque mi estado de ánimo cambió totalmente, estaba triste, cabreada todo el rato”. Ahora está mejor, con ganas. Dice que le ha podido la vocación.

La primera extubación, cuando vieron que por fin un paciente mejoraba, la celebraron “como una fiesta”. Y a medida que iban despertando, cuando se asentaban un poco, “porque en la UCI se desorientan mucho”, hacían videollamadas con las familias, o les leían una carta.

La peor oleada, dice, fue la tercera, tras las Navidades de 2020. “Fue como un tsunami, no nos lo esperábamos”. Las cosas han cambiado mucho desde entonces, las vacunas han hecho su trabajo. De hecho, de los 19 ingresados ahora mismo en esta UCI, solo seis han estado contagiados. Si echa la vista atrás, cree que en este tiempo ha madurado y ha aprendido a entender las necesidades de los pacientes, “intentar aunque sea sacar cinco minutos para estar con ellos”. Cuenta que se acuerda de muchas personas que sabían que iban a morir lejos de su familia. Ella estaba ahí. “Por lo menos, que nos tuvieran cogiéndoles la mano, para que se fueran bien. Acompañados”.

Salud mental en jaqueLluvia

“Por mucho que adelgazara, me veía gorda. Se distorsiona la imagen que tienes de ti misma”
Foto: Alfonso Durán

Lluvia cuenta que tener anorexia es escuchar constantemente una vocecita en la cabeza que te dice que estás gorda, que tienes que adelgazar y que no te preocupes porque todo está bajo control. Aunque nada lo esté. Esta chica alicantina de ojos azulísimos, que usa un nombre ficticio, tiene 15 años y lleva dos lidiando con una enfermedad mental en la que nunca creyó que caería. “Tengo una dependencia del peso, es como una adicción”. Mide 1,70 y llegó a pesar 54 kilos. Ahí algo hizo clic y paró.

La pandemia ha disparado los problemas de salud mental. Lluvia explica que antes su vida era buena y tenía confianza en sí misma. Hasta que llegó el confinamiento y con él la imposibilidad de hacer deporte y la presión de una montaña de deberes, ella que siempre ha sacado dieces. Las redes sociales eran su conexión con el exterior. “Se puso de moda adelgazar. Cuanto más me aburría, más comía, así que engordé”, recuerda. Empezaron a hacer mella los insultos de una compañera. “Me llamaba ballena y decía que era la más gorda de mis amigas”.

Aquel primer verano de pandemia, en 2020, llevaba sudadera aun haciendo calor. “En enero de 2021 me propuse adelgazar y me puse a dieta”, dice. Se pesaba diariamente, sin falta, y lo anotaba. “Un día descubrí que, si no cenaba, adelgazaba más”. Cada vez fue saltándose más comidas. “Siempre me inventaba excusas”, rememora. Y, mientras, iba a correr y continuaba con la natación y el baile —las artes escénicas son su refugio, cuenta—. “En tres o cuatro meses perdí 15 kilos”.

Las alarmas de su madre saltaron durante un viaje a Madrid. “Fuimos a cenar. Me hicieron una tortilla de un huevo y me puse a llorar en mitad del restaurante: me dio un ataque de ansiedad porque no podía comérmela”. La llevaron a la médica, que le advirtió de que tenía que parar, no podía bajar de los 60 kilos. Pero bajó, y también sus fuerzas. “Dejó de venirme la regla, pensé que era un logro, que estaba tan delgada que se me había ido”. Hasta que una psicóloga la derivó a una asociación especializada, Afectamur. “Ahí me dijeron que tenía anorexia restrictiva. Consiste en ir restringiendo comidas hasta el punto en que no comes nada”.

“Por mucho que adelgazara, me veía gorda. Se distorsiona la imagen que tienes de ti misma”, explica ahora. “Me prohibieron pesarme, de hecho, en mi casa no hay peso, mis padres lo tiraron”. Con el tratamiento, empezó a salir de aquello. Hasta después de Navidades. “Tuve una recaída que fue peor que el anterior pico de la enfermedad, con un ataque de ansiedad diario. Me aislaba en mi cuarto. No salí durante una semana entera, solo quería dormir”, afirma. Ha remontado hace muy poco.

El punto de inflexión fue darse cuenta de que hasta ese momento ella nunca había querido abandonar la anorexia. “Dejé de adelgazar porque me pararon, yo habría seguido”. Pero, durante un ataque de ansiedad, le dijo a su madre por primera vez que estaba haciendo todo lo posible por salir. “Me di cuenta de que esto no solo me afecta a mí”. Lluvia, que aparentaba perfección aunque el mundo se le desmoronara por dentro, no soportaba ver que la enfermedad no la estaba devastando únicamente a ella, también a sus padres, su pilar. Ahora se apoya en su familia, en su novio, en sus amigas. Pero sobre todo en una convicción: “De esto solo me puedo salvar yo, y me estoy salvando”.

Drama en residenciasLucía

“No puedo describir con palabras lo que vi. Aquello era una guerra, pero sin bombas”
Foto: Jaime Villanueva

Cuando llega el mes de marzo, Lucía pasa esa hoja del calendario automáticamente. De febrero salta a abril. Prefiere no dar su nombre real, cuenta que su herida sigue abierta. A sus 54 años, lleva encadenados demasiados duelos. El de su madre, en marzo de 2020, lo lleva aún a cuestas. “Fue trágico”. Vivía en la residencia Elder, en Tomelloso (Ciudad Real), donde el virus se coló antes de que se declarara el estado de alarma. “Llamé y me dijeron que estaba bien. A los tres cuartos de hora me enteré del fallecimiento. No me lo podía creer. Salí a la calle y me colé en el centro. No puedo describir con palabras lo que vi. Aquello era una guerra, pero sin bombas”, asegura.

Hacía un mes y medio que había muerto su padre y Lucía lo sobrellevaba como podía. Visitaba a su madre diariamente en la residencia, hasta que cerraron. “Me dijeron que era por precaución, luego me enteré de que ya había casos”, cuenta. “Un día logré hablar con ella por teléfono. Le dije que la quería y me contestó: ‘Y yo a ti, hija mía”. Llora al recordar la última vez que la escuchó. Apenas tres días después, llegó la peor noticia. “Me puse una mascarilla, unos guantes y salí directa a la residencia, a la puerta de los trabajadores. Fui a la habitación de mi madre y, al verla, me desmayé. No tenía cara de paz, sino de ahogo”. Afirma que si cierra los ojos aún puede verla y escuchar “las voces de los mayores pidiendo ayuda”. Y sigue: “Los trabajadores no corrían, volaban los pobres, no llegaban a todo. Eso era el caos”.

Un juzgado archivó en diciembre la denuncia de siete familias, que acusan al director de este centro privado de no aparecer por allí durante cinco días y de no aplicar los protocolos adecuados. Las autoridades sanitarias de Castilla-La Mancha intervinieron la residencia en marzo y, según la denuncia, que se cita en el auto, en los seis días previos habían muerto unas 15 personas. Hasta finales de junio, fueron 76. En la residencia se remiten al auto de archivo, donde se considera que no resulta debidamente justificada la perpetración de delito: ni homicidio imprudente ni omisión del deber de socorro. El juzgado apunta a un “cúmulo de circunstancias desafortunadas”, indica que la situación desbordó aquellos días al sistema sanitario, que se atendió a los mayores dadas las posibilidades y que no puede exigirse mayor nivel de previsión o diligencia al director que a las autoridades. Los familiares recurrieron y la Audiencia Provincial de Ciudad Real tiene el caso encima de la mesa.

Lucía se indigna y asegura que esa es parte de su herida, sentirse “abandonada por la justicia”. “Mi madre murió sin atención, fallaron demasiadas cosas”, dice. “No pudimos hacerle un duelo digno, el que nuestra cultura nos ha enseñado, ni una misa. Ese día, en el cementerio, tuvimos que rezarle sus hijos y sus nietos porque ni siquiera había cura. Yo no pude abrazar a mis hermanos. Da igual que lo hagas meses después, ese día te falta y eso ya no se puede recuperar”.

Cuenta que ocho días después de su madre, murió su tía, que se contagió durante una visita al centro y, posteriormente, falleció su tío. Ese mes de marzo cayó como una bomba en su familia. Ya no pasa por la calle de la residencia, evita esa zona de Tomelloso. Dice que sus ojos ya no son los mismos, que el horror se ha quedado a vivir en ellos.

Avalancha de fallecidosJaume Gabriel

“Guardamos 200 urnas para entregarlas a las familias porque la gente no podía salir de casa”
Foto: Albert Garcia

En el móvil de Jaume Gabriel, cogerente de la Funeraria Anoia de Igualada (Barcelona), todavía permanece la memoria de aquella avalancha de fallecidos que trajo la primera ola de la pandemia de covid. Con pulso firme, Gabriel escribe en su WhatsApp “DEF”, de defunción, y decenas de chats con los nombres de los finados brotan en la pantalla de conversaciones abiertas. Así, vía WhatsApp, fue la forma que tuvo de comunicarse con los familiares de los difuntos en aquellos aciagos días de marzo de 2020 en los que el coronavirus obligó al mundo a confinarse en casa. “Intentar calmar a un familiar de un fallecido es terrible. Decirles que no pueden venir. Cada vez que lo explicas es doloroso. La otra parte está desesperada”, reflexiona el funerario de 52 años.

Igualada fue uno de los primeros focos de la pandemia en Cataluña. Allí explotó con virulencia la covid antes del estado de alarma y fue uno de los primeros municipios en confinarse. En pocos días, los fallecidos que llegaban a la funeraria Anoia, que da servicio a toda la comarca (unos 118.000 habitantes), pasaron de ser una media de dos diarios a mantenerse por encima de 15, 16, 17. “El problema es cuando esto es sostenido durante tres semanas. Tienes el miedo de colapsar. Porque tú no puedes dejar de enterrar e incinerar, de dar el servicio, pero ¿hasta dónde llegas?”, relata ahora Gabriel.

El temor al colapso rumiaba cada día sobre su cabeza. Hasta el Ayuntamiento dispuso un espacio frigorífico próximo al cementerio por si no daban abasto. “A mí, al pensar que tenía que poner a alguien ahí dentro a la espera de algo, se me ponían los pelos de punta”, rememora. No colapsaron, pero durante varias semanas, la muerte no dio tregua: “Estuvimos guardando casi 200 urnas para entregarlas a las familias porque la gente no podía salir de casa”, ejemplifica. Todavía tienen dos sin entregar.

Sobre Gabriel pesaba también la responsabilidad de las despedidas vacías: “Somos funerarios, pero detrás hay una persona, con un sentimiento, y en Igualada nos conocemos todos. Lo vivimos fatal. El contacto físico no existía, había un teléfono frío en el que tú hablabas y ahí se quedaba”. Nadie podía ir al tanatorio, ni velar a sus muertos de cuerpo presente. La parte administrativa la tramitaban por ese WhatsApp sin descanso y la emocional, la paliaban como podían. Siempre a distancia. “Pensamos que qué menos podíamos hacer que enseñar el féretro, con el nombre del difunto en una placa y la rosa. A todas las cajas, fuesen cementerio o crematorio, hacíamos foto para mandarla por WhatsApp si la querían. Si te pedían videollamada del entierro, les decías que sí. O ponerle tal música para la ceremonia. O leerle una poesía a pie de nicho. No puedes decirle que no a un familiar de un fallecido”.

De aquellos días, Gabriel hace hincapié en el drama de los ancianos que morían solos, sin familia ni nadie que se preocupase de ellos. Y también en el de los que se quedaban, tan solos como los que se fueron. Como aquella octogenaria a la que le murió el marido y se quedó sin nadie: “La llamamos un mes y medio después y seguía sola, nadie la llamó para preguntarle cómo estaba. Pasó su duelo ella sola y eso te da una lástima bestial”.

El peso de la soledadPilar Naranjo

“Tras la muerte de mi marido estaba hundida. Yo ya no tenía ganas de salir y la pandemia lo agudizó”
Foto: Albert Garcia

Apenas un par de fotos coronan los muebles del salón de Pilar Naranjo, de 73 años. La primera, sobre el televisor, muestra a Naranjo y a su marido, Antonio, de novios, cuando rondaban la treintena. La segunda, en el aparador de la entrada, también los dos, con más canas, el día de su boda, cuando contaban algo más de 50. Veintitantos años casados. Hasta el 21 de diciembre de 2019, cuando él falleció y ella se quedó sola. “Pero sola, sola, sola”, remarca. No tenían familia ni amigos. Y la pandemia, que llegó poco después, acabó por aislarla: “Yo ya estaba confinada antes del confinamiento. No salía. La muerte de mi marido era muy reciente y me cogió mal. Estaba hundida. Yo ya no tenía ganas de salir y la pandemia lo agudizó”.

Naranjo habla sin tapujos. Sin paños calientes. “La soledad que tengo es lo más duro. Con pandemia o sin pandemia”, suelta. Pero la crisis sanitaria empeoró cualquier viso de luz contra ese aislamiento, como las partidas de dominó que jugaba una vez por semana en el casal del barrio. Con el primer confinamiento, se suspendieron todas las actividades y también cualquier contacto con la calle. Se pasó semanas —”¡y meses!”, añade— sin ver a nadie más que a los asistentes que limpian y le hacen la compra a los vecinos del inmueble, un bloque de viviendas con servicio para la gente mayor del Ayuntamiento de Barcelona. “La pandemia me ha dejado una lacra: la de no poder dormir y el miedo a coger la covid, a juntarme con la gente”, explica.

La curva epidémica va de bajada por sexta vez, pero ella sigue igual, dice: “Sigo estando muy sola. Tengo miedo. La soledad te hace pensar muchas cosas, es dura”. Ha vuelto a jugar al dominó una vez por semana y un voluntario de la entidad Amics de la Gent Gran la visita un día un par de horas para echar un cuento o dar un paseo. Tampoco la movilidad le da para mucho más —está pendiente de una intervención de prótesis de rodilla—. Los días se le pasan mirando recetas de cocina en la tableta y viendo películas, como las de Paco Martínez Soria, que le hacen reír. O escuchando música, que tanto le vale una zarzuela como Rocío Jurado o Barry White.

Naranjo no quiere saber nada de ir a una residencia. Mientras pueda, asegura, se quedará en su casa. Y si no queda más remedio, si un día no puede, tendrá que mudarse a un centro donde la cuiden. Pero a desgana. Hoy solo reclama “respeto” y que todo el mundo “se haga cargo de que también se harán mayores”. “Cambiar los pañales de una criatura hace gracia, pero cambiarlos a una persona mayor ya no hace tanta. Ya no te tratan igual. Cuando una persona se hace mayor y no es productiva ni a la familia ni a la sociedad, se vuelve invisible. No eres persona, no te tratan como una persona”, lamenta.

Pide “más consideración” y, a los políticos, que le hagan la vida “un poco más agradable” a la gente mayor. Con todo lo demás, ella ya se resigna, haya coronavirus o no. “La soledad sigue después de la pandemia”.

Amor y confinamientoDiana Labrador y Mario Vadillo

“En plena pandemia, cuando pensamos que era el peor momento que vivíamos, llegó un amor para siempre”
Foto: Blanca González

Durante la primera oleada, mientras las calles se quedaban desiertas y la cifra de muertes escalaba diariamente, Diana Labrador y Mario Vadillo se enamoraron. “Fue por casualidad”, recalca ella, de 24 años. “Sin buscarlo, sin llamarlo”. Él tiene 28 y ambos viven en Badajoz, a apenas 10 minutos el uno del otro. No se conocían. Tuvo que llegar el confinamiento para que se encontraran.

“En plena pandemia, cuando pensamos que era el peor momento que vivíamos, llegó a nuestras vidas lo más inesperado posible, un amor del que estamos seguros que es para siempre”, resume ella. Casi nada. Y eso que todo empezó por un simple comentario. Resulta que a los dos les gusta el fútbol y el fin de semana en que se decretó el estado de alarma estaba previsto el derbi: el Badajoz contra el Mérida. Ambos tenían entradas pero, vaya por dios, se canceló el partido. “Nos quedamos sin ir al estadio”, le contestó él a una publicación en Instagram. Labrador, que normalmente no contesta a desconocidos, lo hizo, porque su prima le había hablado de él, le había dicho que le gustaba para ella. Luego que si te felicito el cumpleaños, que si fíjate tú la cantidad de amigos comunes que tenemos y nosotros sin conocernos. Comenzaron a hablar y se acompañaron durante el encierro.

“Yo había salido de una relación anterior y estaba bien sola, no buscaba una nueva pareja”, explica. Pero una cosa es lo que una busque y otra, lo que se encuentre. “Un día caí en que llevábamos un tiempo sin hablar y lo echaba de menos. ¿Cómo puede pasar algo así con alguien a quien no conoces? A él le había ocurrido lo mismo. Nos pasábamos hablando hasta las seis o siete de la mañana. Ahora me digo que de qué hablaríamos tanto, si estábamos todo el día encerrados”, se ríe al recordar.

En cuanto se pudo salir a la calle, organizaron un primer encuentro. “Estábamos nerviosísimos”, rememora la joven. ¿Cómo se saluda a alguien tan cercano a quien no has visto nunca? ¿Cómo reacciona la piel? “El abrazo al vernos es uno de los momentos más bonitos que recuerdo de nuestra relación”, dice. Quedaban para pasear una o dos veces por semana, y a medida que fueron avanzando las fases de la desescalada, lo fue haciendo su relación. “Al principio no le había dicho nada a mis padres, iban a pensar que estaba loca”.

En unos meses se irán a vivir juntos. Ella, que trabaja como administrativa en una empresa familiar mientras prepara su trabajo de fin de grado en Magisterio, y él, empleado en una fábrica, se acaban de comprar una casa. Y, en unos años, llegará la boda. “Me llevó a Disneyland París y me pidió matrimonio. Aún no tenemos fecha”, cuenta Labrador. No tienen prisa, quieren disfrutar paso a paso. “Ahora es nuestro momento”. Esta pareja recordará 2020 no solo por la pandemia.

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