Los jóvenes quieren gobernar Argelia


La escena que narra la escritora argelina Kaouther Adimi, de 35 años, en una de las páginas de Nuestras riquezas. Una librería de Argel es un ejemplo genial de las sensaciones que tenía Argelia hace no mucho. Dos sexagenarios se sientan en un café de la capital argelina junto a un joven de 20 años. Aquellos despotrican de todo hasta que reparan en el chico. “¿Qué hace la juventud, eh?”, le dicen, “¿A qué esperáis para salir a la calle y manifestaros? ¿Por qué sois tan blandos?”. Adimi, que se formó en Argel, su ciudad natal, pero vive ahora en Francia, publicó la obra casi dos años antes de que sobre todo los jóvenes, pero también los no tan jóvenes, patearan las calles contra un posible quinto mandato de Abdelaziz Buteflika. No eran tan blandos y el presidente dimitió en abril de 2019. Pero quieren más y eso es decir mucho cuando cerca de la mitad de los 43 millones de argelinos tiene menos de 30 años.

Como el joven de la novela, un grupo de veinteañeros sale de un café, sin duda más moderno que el que imaginó la escritora, junto a la Escuela Nacional Superior de Periodismo y Ciencias de la Información, en el barrio de Ben Aknoun, en Argel. Van cinco, cuatro chicos y una chica. Son las dos de la tarde, es el último día antes de los exámenes y les da un poco la risa floja. Observan con algo de recelo inicial la acreditación de prensa; no guardan buen recuerdo de una visita reciente de reporteros franceses. Amina Aouali, de 21 años, habla primero. ¿Qué necesitáis? ¿Qué podría ir mejor? “Un contrato de trabajo, no hay un puesto asegurado cuando acabemos los estudios”, dice.

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El desempleo en el país ronda el 14% —se han destruido miles de puestos de trabajo por el confinamiento y, especialmente, el cierre de los puertos—, más de un 26% para los jóvenes de entre 16 (edad mínima legal para trabajar) y 24 años. Imaginemos que sí que hay contrato, en el mejor de los casos. “Aún estoy estudiando, pero lo que veo de amigos es que el salario no es suficiente”, prosigue. El mínimo está fijado en 20.000 dinares (125 euros). Y eso tiene que permitir tener sueños, como menciona Oussama Dilmi, también de 21 años. Incluso el de formar una familia. “Quiero tenerla, claro, ¿por qué no? Inshallah [ojalá]”, resuelve serio. Se ríen de las preguntas, el francés cuesta, pero cuando se habla de la familia…

Argelia es de los jóvenes. Inundaron las listas para las legislativas del pasado sábado —48 horas después de los comicios, todavía no hay resultado alguno—. Los partidos se dirigen a ellos, saben que tienen que ofrecerles algo, mejorar su formación, que no se vayan, y si se marchan, que vuelvan. La economía, muy dependiente de los hidrocarburos, flojea con precios del crudo a la baja. Tres décadas de Buteflika crearon un sistema monolítico, corrupto, excesivamente burocratizado. El actual presidente, Abdelmayid Tebún, lo admite. Para emprender hay que sudar —según datos del Banco Mundial, Argelia está en el puesto 157 de 190 países en creación de un negocio—. “Si encontrara un buen salario aquí”, señala Oussama, “me quedaría”. Pero si lo encontrara en el extranjero, también, admite.

Y eso que la mayoría no ve con buenos ojos que esa élite —ellos se reconocen como “élite”— que se forma fuera, no regrese. Les llaman entre bromas harragas, un término dirigido a la inmigración ilegal. La mayoría de ellos, admiten al alimón, quiere quedarse por y para su país tras acabar los estudios.

Melissa Lakrib es algo mayor que estos chicos. Tiene 23 años y está cursando Ciencias Políticas en El Cairo, desde donde charla por videollamada. Dirige Alg Eunesse, una asociación que persigue precisamente orientar a los jóvenes argelinos, que tengan sentido crítico y sepan buscarse la vida, incluso más allá de lo que hayan estudiado. Quiere volver, aunque el covid se lo ha puesto difícil. “La gente joven ama su país, Argelia, aunque a veces sea duro”, afirma. Su experiencia le dice que la empleabilidad de los estudiantes es baja. “Hay un boom de graduados y no todos pueden tener trabajo”.

Aquella obra de Adimi que vio la luz en 2017 habla de una librería en la que se editó por primera vez a Albert Camus en los años 30, en la calle Charras. Aún existe y confluye con Didouche Mourad, una de las arterias por las que se ha manifestado el movimiento Hirak, que echó a Buteflika y que aún hoy mantiene el pulso contra el actual Gobierno. Hay de todo en este Hirak, pero dar con los jóvenes involucrados hoy en Argel no es cosa fácil. Fersaoui Abdelouhab, de 40 años, se encuentra en Bejaia, en la Cabilia, al este de la capital argelina. Ahí, las autoridades tienen aún difícil contener las manifestaciones, prohibidas en la capital. Duda, pero reconoce que no es el momento de dejarse ver por Argel –”hay dispositivo policial”, afirma al teléfono-.

Según varias ONG locales, más de 220 personas permanecen detenidas por sus vínculos con las actividades de este movimiento. Abdelouhab lidera Rassemblement actions jeunesse (RAJ, Encuentro de acciones juveniles), una de las organizaciones bandera del Hirak argelino. Tiene un discurso político muy fluido, va como un tiro. “Esto no va a parar”, señala, “es cuestión de tiempo, tenemos una juventud que se ha organizado y quiere agarrar su destino”. Pero el destino para algunos de estos activistas ronda las comisarías. El propio Abdelouhab pasó siete meses en prisión entre 2019 y 2020. Le acusaron de atentar contra la unidad de la nación.

El Hirak, que como insisten sus líderes, no es solo la calle, sino debates, discusiones, una hoja de ruta, quiere que el Gobierno mantenga abierta el diálogo con los jóvenes, que sean ellos interlocutores en un proceso de transición. Abdelouhab tomó el testigo en RAJ de manos de Hakim Addad, de 57 años. “Se lo pasé a él porque yo ya no soy tan joven”, admite Addad, en conversación desde una manifestación contra la ultraderecha en París. La pandemia le cogió allí y un billete de vuelta a Argel resulta aún prohibitivo tras la reapertura de fronteras del 1 de junio. Tiene dos procesos abiertos en su contra en Argelia y sabe que puede acabar en prisión, donde ya estuvo durante tres meses. “Hay que canalizar y controlar ese temor, pero vamos a seguir”, afirma.

Volvamos al barrio de Ben Aknoun, a la Escuela, donde aguarda para hablar Mohamed Boukellal, de 21 años. Enumera; tiene muchas inquietudes que expresar, pero como se van interrumpiendo y soltando los demás, se queda en dos: “Primero, el desempleo”, apunta levantando un primer dedo, “en segundo lugar, que no haya un convenio de la Escuela con ningún medio de comunicación, quiero ser un buen periodista deportivo”. Les cuesta decir que todo va mal porque no es así. “Soy pesimista”, continúa Mohamed, “bueno, eh, 50/50, mitad y mitad”.

Quedamos en no hablar de política, aún tema algo tabú. Pero, ¿participaron en las elecciones del sábado? Uno de los cinco, sí, para sacarse unos dinares. El resto, en fin, mejor no hablar de política.


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