Monedero y Villalobos: el verdadero fin de la comedia


He tenido que recolocarme los ojos en las órbitas para escribir esta columna, después de que se me cayesen mientras veía la Roast Battle entre Celia Villalobos y Juan Carlos Monedero en Comedy Central. Qué jartá de vergüenza ajena. Cuando llegó a Stalingrado, Vasili Grossman se vio ante el mayor de los retos de un cronista: ¿cómo dar cuenta de la enormidad de la catástrofe sin sonar a hipérbole desmadrada y sin quedarse corto? La tragedia superaba cualquier comparación conocida, nadie le iba a creer. Yo no tengo el talento de Grossman. Reconozco mi incapacidad para transmitir la devastación que ese programa dizque cómico ha causado sobre el humor, la televisión y la política. Hay que verlo.

La culpa es nuestra, de la opinión pública. Hemos criticado tanto las puertas giratorias, que los políticos retirados buscan su futuro fuera de los despachos de las eléctricas, y algunos sacan el artista que llevan dentro. Ya no se conforman con tertulianear en la tele y en la radio o con quitarnos las columnas a los esforzados juntaletras, sino que quieren probar el veneno de la escena, tal vez porque creen que el parlamento ya les ha dado experiencia teatral suficiente. Si uno ha levantado aplausos entre sus diputados, ¿por qué no va a levantarlos en un plató?

No sé de qué se reían los cómicos titulares del programa, tipos tan prestigiosos en lo suyo como Dani Mateo, J. J. Vaquero o Valeria Ros. Tal vez sufrían la risa nerviosa de quien contempla el apocalipsis de lo que más quiere en el mundo, esa risotada histérica que acaba en llanto al ver cómo Villalobos y Monedero se cargaban en unos minutos todo aquello por lo que han luchado. Ánimo, queridos: el consuelo es que, tras este espectáculo, la comedia ha tocado fondo. A partir de aquí solo se puede remontar.

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