Rock en los viejos búnkeres de Albania

“Esta guía está escrita con el objetivo de servir al turista extranjero, así como a todo aquel que venga”. Una frase totalmente anodina si no fuera porque está publicada en la Albania de 1969. En aquella época el país sufría la dictadura de Enver Hoxha (1908-1985) y entrar como extranjero era impensable, a no ser que el turista fuera de países aliados como la Unión Soviética o la República Popular China (afinidad que tampoco duró mucho). Ese manual viajero era, por tanto, un objeto de consumo interno, un instrumento de propaganda; pero recorrer la Albania actual leyéndolo desdobla la línea temporal. El viaje se convierte en una superposición constante entre pasado y presente, y acaba de tomar forma con las historias de los lugareños.

“Para construir los búnkeres tuvimos que cargar la arena, las rocas, todo, como mulas. Peor que esclavos”, cuenta Yasin, guía y capitán de barco, mientras ayuda a los turistas a saltar al muelle de Sazan. Levanta la cabeza y señala hacia las pequeñas montañas de esta isla salpicadas de refugios nucleares. Los búnkeres fueron construidos para apaciguar la paranoia de Hoxha y están esparcidos por el país entero. Hay más de 170.000. Yasin es un hombre entrado en años, con brazos fuertes y manos grandes y ásperas, que trabaja al timón del barco de Teuta Boat Tours. Un guía formidable que conoce a la perfección esta zona del sureste albanés porque pasó dos años en Sazan, haciendo el servicio militar durante la dictadura. Ahora, en temporada alta, realiza viajes diarios transportando turistas desde Vlorë, en la costa, hasta la isla, que, según la guía de 1969, fue liberada de la ocupación de la Italia fascista en 1944 “y volvió al redil de la madre patria para siempre”. En ese año comenzó el mandato de Hoxha, que duró cuatro décadas. Tras la muerte del dictador le sucedió Ramiz Alia, hasta marzo de 1991, cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas.

Durante todo ese tiempo la isla sirvió como una de las bases militares fortificadas más grandes de Albania y no se abrió al público hasta 2015. Por eso el turismo —en su mayoría albaneses e italianos— es una industria que empieza a florecer, impulsada por la belleza de sus aguas increíblemente transparentes gracias a décadas sin ser explotadas.

Desde Vlorë, que la guía denomina “Ciudad Heroica” —allí se “desarrollaron eventos importantes en las luchas por la libertad y la independencia durante la guerra de liberación nacional”—, hasta la zona de Himarë hay unas dos horas en coche e innumerables playas espectaculares con aguas casi tan inmaculadas como las de Sazan. Pero la más especial es la cala de Gjipe, de arena blanca y guijarros, a la que se accede tras una pequeña excursión de 20 minutos. En ella hay un par de chiringuitos perfectos para resguardarse del sol y comer algo después de una mañana de baños en el mar Jónico. Bajando más al sur está Sarandë, la zona más famosa de turismo playero, donde desembarcan cruceros —sobre todo con macedonios, italianos y griegos a bordo—, y por eso el área más masificada.

Salto al interior del país

En palabras de la guía, de no ser por el comunismo, Berat, ya en el interior de Albania, se hubiera quedado en poca cosa: “Como ciudad no tuvo un conspicuo desarrollo antes de la liberación del país. (…) Hoy tiene la enorme fábrica textil Mao Tse-tung, una imponente unidad industrial que emplea a miles de trabajadores”. Esa grandiosidad fabril ya no es ahora un reclamo, su motor económico es más bien el turismo. Apodada la ciudad de las mil ventanas (ya en época comunista) por su curiosa arquitectura, con casas amontonadas, unas encima de otras, en las laderas que divide el río Osum, su casco antiguo fue declarado patrimonio mundial en 2008 y atrae a viajeros que disfrutan recorriendo sus callejuelas con restaurantes y cafés a buen precio para el europeo medio.

También está protegido por la Unesco el centro histórico de Gjirokastra, la ciudad de “nacimiento del camarada Enver Hoxha, el distinguido líder de los albaneses”. Su casa se quemó y ahora se levanta allí el Museo Etnográfico.

La que sí se puede visitar es la casa de Ismaíl Kadaré, el escritor albanés más famoso tanto a nivel nacional como internacional. Aunque el libro más brillante sobre la Albania de la dictadura no lo escribió él, sino Bashkim Shehu, hijo de Mehmet Shehu (1913-1981), una de las manos derechas de Hoxha hasta que la desconfianza se apoderó del dictador y acabó expulsándole del gobierno y condenando al resto de su familia a la cárcel. Angelus Novus (2005), la novela de Shehu, se sitúa en los años que pasó este escritor en prisión y parte de reflexiones de Walter Benjamin para iniciar un repaso a fondo de la época estalinista.

La última parada de la ruta tiene como protagonista la capital albanesa. Frente al Palacio de la Cultura, uno de los principales edificios de arquitectura estalinista de Tirana, está la enorme plaza de Skanderbeg. De ella brotan cada poco unos chorros de agua que refrescan el ambiente en verano. Cruzan por allí jóvenes con vestimentas que en los años sesenta serían muy mal vistas: “Los turistas tienen que tener en cuenta que deben ir adecuadamente vestidos. (…) Las mujeres tienen que evitar llevar minifalda o escotes exagerados”, advierte la guía de 1969.

Por suerte, ahora cada uno viste como le da la gana, pero Tirana ha sabido utilizar parte de esa herencia del pasado como reclamo turístico —igual que Berlín o Budapest—, convirtiendo incluso alguno de sus búnkeres en museo. Es el caso de Bunk’Art 1, a las afueras de la ciudad, donde se han celebrado hasta conciertos de rock, y Bunk’Art 2, en pleno centro. Ambos están dedicados a desvelar todo lo sucedido durante la dictadura. El segundo está situado además en una zona especialmente bonita gracias al legado del que fue alcalde de Tirana Edi Rama, actualmente primer ministro albanés. Decidió encargar a artistas locales pintar las fachadas de los edificios grises con todo tipo de colores llamativos para iluminar el área y dejar atrás la época oscura. Eso se combina con bares y restaurantes hipsters, que en algunas zonas conviven con calles sin asfaltar. Pasado y presente en una misma geografía.

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