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Hay una frase que se atribuye a Arthur Ashe que sirve para definir su vida y su legado. Cuando en 1992 confesó que se había infectado de VIH, un fan le escribió “¿Por qué Dios tiene que elegirte para esa enfermedad?”. Y Ashe respondió: “En el mundo 50.000.000 de chicos comienzan a jugar al tenis, 5.000.000 aprenden a jugarlo, 500.000 aprenden tenis profesional, 50.000 entran al circuito, 5.000 llegan a jugar un Grand Slam, 50 llegan a Wimbledon, cuatro a las semifinales, dos a la final. Cuando estaba levantando la copa nunca le pregunté a Dios ‘¿Por qué a mí?’ Y hoy, con mi enfermedad, no debería preguntarle: ‘¿Por qué a mí?’.

Ashe se convirtió en un símbolo contra el racismo casi contra su voluntad. Mientras otros atletas negros como Ali mostraron su repulsa hacia un sistema que los machacaba, Ashe intentó combatirlo desde dentro y sin estridencia

Tal vez esta historia sea solo una bonita leyenda como esas invectivas motivacionales que se le atribuyen cada cierto tiempo a tal o cual celebridad, pero refleja a la perfección al personaje que era Ashe, un hombre que por encima de todo valoraba ser uno de esos 50 millones de chicos que empezaban a jugar al tenis. Aunque le faltó añadir una cosa: él era un chico negro que se había convertido en el mejor jugador de un juego de blancos a pesar de que cuando empezó a golpear la pelota con siete años la mayoría de los clubs que luego se disputarían su presencia ni siquiera le dejaba entrar a ver partidos porque ningún negro podía pisar sus instalaciones si no era con una fregona en la mano.

También hay algo más en esa respuesta real o no: moderación, porque Ashe se convirtió en un símbolo contra el racismo casi contra su voluntad. Mientras otros atletas negros como Ali mostraron ostensiblemente su repulsa hacia un sistema que los machacaba, Ashe intentó combatirlo desde dentro y sin estridencia y en ello tuvo mucha importancia su padre, un vigilante de parques de una ciudad segregada que los crió a él y a su hermano después de que su madre falleciese de preeclampsia cuando tenía seis años. Aquel descendiente de una mujer que había sido arrancada de las costas africanas y trasladada por esclavistas a Estados Unidos a principios del siglo XVIII lo alejó del fútbol americano y el baloncesto y lo inició en un deporte de caballeros, de caballeros blancos, principalmente.

Su tenacidad y sus dotes naturales le hicieron destacar y acabó en manos de Robert Walter Johnson, entrenador de Althea Gibson, el gran referente del tenis negro, una jugadora nacida a los años veinte en Carolina del Sur que había ganado dos veces Wimbledon y el Open de Estado Unidos y una vez Roland Garros. Johnson vislumbró el inmenso talento de Ashe y lo incorporó a su programa de desarrollo junior de la Asociación Americana de Tenis, donde le ayudó no sólo a mejorar su juego sino también a imbuirse de espíritu deportivo, la etiqueta y la compostura. Debía ser elegante en su juego, pero también en su actitud en la pista.

Arthur Ashe durante un partido de tenis celebrado en 1978 en Nueva York.
Arthur Ashe durante un partido de tenis celebrado en 1978 en Nueva York. Foto: Getty

Johnson exigía a sus jugadores que siempre devolvieran las pelotas a su rival al cruzar la pista y que jamás discutieran con el árbitro. Pero, a pesar de su inmenso talento, Ashe vivía en una ciudad segregada y no podía competir contra los blancos y mucho menos usar sus canchas cubiertas, así que se mudó a la menos restrictiva San Luis y en 1961, cuando pudo participar en el primer torneo de tenis no segragado, ganó. Su proyección le hizo aparecer en Sports Illustrated y se convirtió en el primer tenista negro que ganaba el título juvenil.

Tres años después también fue el primer jugador negro seleccionado para el equipo de la Copa Davis estadounidense del que llegó a ser capitán. Bajo su mando estuvo John McEnroe, una figura radicalmente opuesta a él: explosivo, inconformista, rebelde y también maleducado. Como capitán, Ashe debía reprender su comportamiento, pero mientras lo hacía le envidiaba profundamente, sabía que McEnroe podía gritar, insultar al árbitro y destrozar raquetas porque era blanco, él jamás podría permitirse perder la compostura en la pista. “Creo haber visto a John como un reflejo de una parte íntima de mí mismo. Él personificaba sentimientos que yo solo podía reprimir, era como una especie de ángel oscuro para mi propio espíritu fuertemente restringido, eso puede explicar por qué siempre dudé en interferir en sus rabietas, incluso cuando era excesivo. De alguna manera, John estaba expresando mi propia ira, como yo nunca podría expresarla; y tal vez incluso estaba agradecido con él por hacerlo”, unas declaraciones que Raymond Arsenault recoge en su biografía A Life.

Con aquel talante controlado y respetuoso se convirtió, en 1968, en el primer ganador negro del Abierto de Estados Unidos en la misma pista que hoy lleva su nombre y a la que a veces le habían prohibido la entrada por confundirlo con un limpiador o un camarero. Aquel año su imagen se mezcló en las portadas de los periódicos con las de Tommie Smith y John Carlos alzando el puño al modo de los Black Panthers en los Juegos Olímpicos de México y eso generó debates sobre su falta de implicación. Mientras el país se revolvía tras los asesinatos de Martin Luther King y Bobby Kennedy, Ashe seguía acumulando trofeos y siguiendo el consejo de su padre de no implicarse en “ese desastre de los derechos civiles”.

Esa actitud conllevó que algunos activistas le llamasen Tío Tom, o sea, un negro que aceptaba su destino de sumisión a los blancos. Con sus suaves maneras, su aire intelectual y su voz suave, Ashe encarnaba al tipo de negro que no violentaba a los blancos y agradaba a las marcas publicitarias, pero eso era algo que también le había inculcado su padre: para que no le atacasen tendría que ser mejor que ellos en todo.

Arthur Ashe jugando contra Brian Gottfried en 1975, el año que ganó Wimbledon.
Arthur Ashe jugando contra Brian Gottfried en 1975, el año que ganó Wimbledon. Foto: Getty

A pesar de que tenía la carrera de un hombre blanco seguía siendo un hombre negro y en 1969 se dio de bruces con la realidad: el apartheid surafricano que estaba avergonzando al mundo. Cuando trató de participar en un torneo en el Abierto de Sudáfrica el gobierno de Pretoria le negó la visa. Sin embargo en el primer mundo seguía siendo el mejor jugador y al año siguiente ganó el segundo Grand Slam de su carrera, el Abierto de Australia. No fue su única victoria. Sudáfrica fue expulsada de la Copa Davis por no permitirle acceder a su torneo, algo que intentó durante tres años seguidos hasta que por fin, en 1973 y como un mero lavado de imagen del regimen le permitieron jugar allí. Perdió en la final ante Jimmy Connors, pero ganó los dobles con su compañero Tom Okker. Muy pocos activistas contra el régimen racista entendieron su actitud, sin embargo él creía que su presencia en el torneo contribuía a normalizar la figura de los negros. Sin embargo, cuando intentó comprar entradas para unos jóvenes que querían asistir al torneo y le remitieron al mostrador de los negros se sumó a los que pedían el boicot. Las buenas maneras no habían servido de nada.

El tímido y reflexivo Ashe estaba cada vez más centrado en el activismo, pero aún le faltaba vivir el momento culminante de su carrera y de la de cualquier tenista: conquistar Wimbledon. El 5 de julio de 1975 se enfrentó a Jimmy Connors, por primera vez en tres décadas dos norteamericanos llegaban a la final del gran torneo británico y no podían hacerlo en una situación más dispar: Connors de 22 años estaba en su mejor momento y el paso por el torneo había sido un paseo triunfal mientras que Ashe a sus 31 estaba más cerca de la jubilación. El tenis explosivo de Connors junto a su poderoso revés a dos manos le hacía llegar como favorito indiscutible a la final, sin embargo en la pista todo cambió. Ashe hizo justo lo que su padre le había inculcado, ser mejor que los blancos en todo. Aquella noche lo consiguió, desplegó un tenis total y venció a un anonadado Connors.

Arthur Ashe ayudando a ponerse una chaqueta a su mujer, la fotógrafa Jeanne Moutoussamy, en 1977, un año después de casarse.
Arthur Ashe ayudando a ponerse una chaqueta a su mujer, la fotógrafa Jeanne Moutoussamy, en 1977, un año después de casarse. Foto: Getty

Cuando se retiró un par de años después tras una lesión en el talón ya era una leyenda y cuatro décadas después sigue siendo el único hombre negro que ha ganado el torneo británico, el Abierto de Estados Unidos y el Abierto de Australia.

Todavía con el talón enyesado se casó con la fotógrafa Jeanne Moutoussamy y se dedicó a escribir, a comentar partidos y a un activismo tan intenso como poco estridente: “El verdadero heroísmo es marcadamente sobrio, muy poco dramático. No es adelantar a todos a cualquier precio, sino la necesidad de servir a todos a cualquier precio”, escribió.

Su principal causa fue fomentar el deporte entre los adolescentes negros para alejarlos de la exclusión social y también de la explotación laboral a la que empezaban a someterles los clubs. También siguió implicado en la lucha contra el apartheid, de hecho en enero de 1985 fue arrestado frente a la Embajada de Sudáfrica en Washington durante una manifestación. No fue la única vez que aquel héroe de modales exquisitos acabó en prisión. En 1992 le encarcelaron por protestar frente a la Casa Blanca contra la reciente represión contra los refugiados haitianos.

Por entonces el deporte ya era un mero hobby. En 1979 había sufrido un ataque al corazón debido a una enfermedad cardiaca hereditaria que también había padecido su madre y se había sometido a una operación de bypass cuádruple con sólo 36 años. Pocos meses después sufrió una recaída y volvió a recibir cirugía. Cuando en 1988 fue hospitalizado por tercera vez, todo el mundo dio por sentado que el motivo era la misma dolencia, pero esta vez recibió el mayor golpe de su vida: era VIH positivo. Una de las múltiples transfusiones que había recibido durante las cirugías lo había contagiado de la enfermedad más estigmatizada del siglo XX.

Björn Borg y Arthur Ashe fotografiándose el uno al otro en 1975.
Björn Borg y Arthur Ashe fotografiándose el uno al otro en 1975. Foto: Getty

Trató de mantenerlo oculto por Cameron, la hija que había nacido dos años antes y también porque tenía miedo de que repercutiese sobre sus múltiples causas sociales, pero el periódico USA Today le avisó: lo habían descubierto e iban a publicarlo. Ashe se adelantó y realizó una confesión que dejó desolados a millones de fans. “Estoy enfadado porque me pusieron en la posición de tener que mentir si quería proteger mi privacidad”, declaró en la rueda de prensa. Fiel a su estilo, no demandó a la clínica que había filtrado su enfermedad a los medios.

Era abril de 1992 y apenas habían pasado cinco meses desde que el legendario Magic Johnson había realizado el mismo anuncio. De pronto el temido SIDA dejaba de ser una enfermedad marginal. A partir de entonces, Ashe sumó las campañas de sensibilización sobre el virus a su apretada agenda social. Y no dejó de hacerlo ni un día hasta que falleció en 1993 a los 49 años.

Cuando se celebran cuarenta y cinco años de su gran victoria en Wimbledon su nombre vuelve a la actualidad, primero por la película sobre su vida que prepara el director Ashok Amritra y segundo porque muchos se plantean cómo habría sido su actitud en un momento de tanta tensión racial. A finales de los sesenta, en el momento más convulso de la lucha por los derechos sociales, declaró: “A veces, una manifestación es la mejor manera de obtener titulares sobre un mal negocio, pero no creo que los manifestantes deban tratar de causar problemas a nadie. Nunca avanzaremos por la fuerza, porque nos superan en número 10 a 1. La negociación silenciosa y la infiltración lenta me parecen más esperanzadoras. ¿Esto me convierte en un tío Tom? Si es así, está bien”.

No podría ni haber imaginado que durante las revueltas más violentas que ha vivido Estados Unidos desde 1968 su estatua en su Richmond natal fuese precisamente una de los símbolos vandalizados por los exaltados al grito de “White lives matter”. Ni siquiera su padre pudo prever que para salvarle de la ignominia no le bastaría con ser mejor que los blancos.

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