Tamara Rojo y Rocío Molina: nuevas amazonas de la danza

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Las amazonas son personajes legendarios en la danza; además de convertidas en aguerrido símbolo desde las primeras menciones prehoméricas y también en la Edad Moderna, desde el siglo XVIII las hemos visto luchar y triunfar, agruparse y desplegarse sobre los escenarios de la ópera y el ballet, a veces con la poderosa estética neoclásica del pecho descubierto, evocadora de las descripciones antiguas que hasta esculpió Policleto e imaginó Fidias. Pero hoy las amazonas de la danza ―que sí existen y nadie las pone en duda y se las respeta― cumplen otra función, la guerra es otra muy diferente: Pentesilea o Hipólita no tienen que atarearse con Heracles, Aquiles o Belerofonte, son mujeres líderes en lo suyo que van al frente de las demás, que sientan cátedra y reivindican una asunción de poder real más allá de cualquier decorativismo.

Esta semana, con apenas 24 horas de diferencia, se han producido dos importantes noticias de ámbito profesional protagonizadas por dos mujeres españolas dedicadas a la danza que han copado titulares: Tamara Rojo (Montreal, 47 años) y Rocío Molina (Torre del Mar, Málaga, 38), la primera bailarina académica y la segunda bailarina de ballet flamenco. Por sus indiscutibles méritos y talento, Rojo ha sido designada nueva directora del Ballet de San Francisco y Molina ha recibido el León de Plata de la Bienal de Venecia 2022. Son dos picas clavadas bastante más allá de Flandes.

El Ballet de San Francisco es la mayor estructura profesional de ballet de Estados Unidos y se calcula que es también la de mayor presupuesto, con su propia y prestigiosa escuela, incluso por encima de los conjuntos asentados en Nueva York y Washington; el León de Plata de la Bienal veneciana distingue a un creador o artista de la danza emergente, pero ya con una firme proyección de futuro y con suficiente obra demostrativa. Rojo será la primera mujer en dirigir una gran estructura de este tipo en Estados Unidos, Molina es la primera mujer y artista del baile flamenco (y la danza española) que es reconocida por la prestigiosa institución italiana.

Rojo ha devuelto en poco menos de 10 años al English National Ballet [ENB] el esplendor de sus tiempos legendarios y elevado el listón de concurrencia ―en el sentido de estricta competencia― con la otra compañía residente en Londres, el Royal Ballet, pero la española hizo que el ENB buscara su propia estética, su sello y su carácter diferenciador. Ninguna mujer ha ido más lejos que Molina en las nuevas vías performativas y teatrales del flamenco escénico, esa danza española contaminante y ecléctica que no rechaza el experimento y los vasos comunicantes con otros sectores de la danza contemporánea o de las artes visuales más dinámicas. Ambas mujeres, en su madurez, decidieron ser madres e inmediatamente después se reincorporaron a la escena.

Conociendo cómo trabajan las estructuras administrativas de las grandes compañías estadounidenses de ballet, y consultando las listas de los presuntos favoritos para el puesto, Tamara Rojo estaba lejos de ser la candidata idónea para dirigir el Ballet de San Francisco; sin embargo, saltando sobre cálculos racionales, ha obtenido el puesto. En Londres se sabía desde hace un año que Rojo aspiraba, y se llegó a decir que en realidad así se desmarcaba de algunas polémicas surgidas en el entorno directivo de la segunda compañía del Reino Unido, conjunto que manejaba con mano de hierro, eso sí, cubierta por un elegante guante de seda victoriano. Este sorpresivo 2022 es, además, el año en que Rojo se retirará de la escena para dedicarse por entero a la dirección. En San Francisco esperan que, al menos un día, suba a sus tablas.

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Tamara Rojo, en el centro, en la versión de ‘Giselle’ de Akram Khan para el English National Ballet.Foto: LAURENT LIOTARDO / ENB

En ballet ―y en la danza en general― no hay bolas de cristal mágicas que adivinen el futuro, y muchas veces, las predicciones se dan bruces con la realidad de las carreras de los artistas. Una vez, viendo a Tamara como una aplicada estudiante en la clase de ballet, la primera en la barra de ejercicios, mirando a su propio pie estirado con concentración budista, este periodista comentó a un profesor: “Esa chica destaca”. Y el maestro replicó: “No sé yo… demasiado bajita”. Con Rocío fue distinto, pero igual; ya cuando comenzaba, sin timidez, pero en un ámbito diferente, llamaba la atención por su fuerza y originalidades. Recabando el parecer de una gran figura del flamenco, andaluza como ella, sentenció: “Ya veremos cuando se alivie ese ímpetu juvenil, su físico no la ayuda”. Otro error de la bola de cristal.

Rocío Molina se implicó a conciencia en la renovación de su arte y de la escena flamenca, entendiendo ambas como un solo revulsivo estético, se distanció de los sustos que nos daba Israel Galván, con cuya plástica se la relacionó al principio. La mujer bailaora, sus dramas más íntimos y personales, desde el embarazo a la menstruación, aparecieron en sus piezas con un gusto descarnado y una voz directa, y poco a poco, buscando en el baile en solitario una especie de monólogo redentor, de traje plástico para sus ideas.

Tamara Rojo llegó a la plantilla del Royal Ballet como bailarina en 2000, y ya su director de entonces, Anthony Dowell, había visto antes lo que tenía que ver y la había invitado a Covent Garden a bailar Giselle de forma extraordinaria: Rojo lo bordó. Dowell sabía lo que hacía, ya tenía planes, y preparaba el terreno. Muy pronto la menuda Rojo se embolsilló con gallardía a los balletómanos más exigentes y numerosos de Europa Occidental. En realidad, la senda propia se la labró esta amazona antes, cuando ya hacía tres años había debutado en Escocia invitada por Galina Samsova, que la llevó a las lluviosas tierras del norte; Samsova había estado en el jurado del concurso de París donde no solo le habían dado el primer premio, sino otro especial creado para ella por su técnica. Después, cuando Derek Deane en ENB hace que Michael Corder modele sobre ella la nueva Cenicienta también era muy consciente del plan: Rojo apareció, su luminoso retrato, en el cartel y en todas partes, además de dos portadas sucesivas en The Times.

Rocío Molina, en su obra ‘Caída del cielo’.

Se ha podido ver muchas veces a muy diferentes públicos ponerse en pie por Tamara Rojo, y en 1998 fue en el Mayflower Theater de Southampton con el estreno de esa Cinderella. Y una de las últimas, en el Bolshoi de Moscú al terminar el intenso Marguerithe and Armand de Ashton bailando con Serguei Polunin. El díscolo e imprevisible Polunin es a la vez un bailarín maravilloso ―cuando quiere― y sin duda su partenaire de horma; entre ellos, cuando bailan, surge una electricidad que ni la física ni la química pueden describir; también se vio esa energía e imán cuando Tamara bailaba con el australiano Steven MacRae.

Tamara, sin prisas, ha empezado ahora a adentrarse en la coreografía, y podía hasta criticarse que empieza la casa por arriba, por una complicada techumbre: en este mes de enero estrena una nueva Raymonda con el ENB, todavía su compañía hasta el fin de temporada. Su Raymonda deja de lado las Cruzadas, los príncipes medievales y los sultanes invasores para ambientarse en la Guerra de Crimea de 1854 y en un personaje muy caro a los ingleses: Florence Nightingale. Riesgos formales, todos. No muchos se hubieran atrevido con un producto canónico que vive en Europa fundamentalmente de la fama aportada por la versión parcial de Rudolf Nureyev. Con la versión de Rojo, es la primera vez que se verá Raymonda íntegra en Occidente, un largo ballet con música de Glazunov y tres actos.

Rocío Molina, por su parte, luchadora de primera línea LGBTI, artista asociada del Teatro Nacional de Chaillot en París y con una soberbia intuición analítica para rodearse fundamentalmente de mujeres colaboradoras en dramaturgia, música, baile y diseños, de Rosario La Tremendita a Pepa Gamboa o Pasión Vega, su carrera imparable ha cristalizado un estilo poderoso y vital. El teatro de baile flamenco debe contar con ella como un valor de referencia.

Si en los hoy olvidados ballets Die Amazonen (1774) de Anton Schweitzer Ippolita (1789) de Trenta o las otras Amazonas (1823) de Louis Henry y Gallenberg, las míticas luchadoras salían en numeroso tropel tras su jefa, la prima ballerina, las amazonas de hoy también tienen sus seguidores y merecen toda nuestra atención. No es solo la danza quien está de fiesta, sino todo el arte.


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