Wall Street cierra su peor semana desde marzo en la recta final de la campaña presidencial


Para hacerse una idea del impacto del coronavirus sobre el sistema sanitario de Estados Unidos basta echar un vistazo a la factura de Michael Flor, un hombre de 70 años de Seattle. Su caso se hizo famoso el pasado mayo porque, siendo de los primeros contagiados de covid-19 en Estados Unidos, pasó 62 días al borde de la muerte en el hospital, 29 de ellos con respirador, y sobrevivió. Un mes después, su nombre volvió a los periódicos porque le llegó a casa una factura de 1,1 millones de dólares (unos 930.000 euros). La factura ocupa 181 páginas en las que se detallan absolutamente todos y cada uno de los tratamientos que recibió y el material utilizado hasta llegar a la cifra final: 1.122.501,04 dólares.

Flor no tiene que pagar esa cantidad porque está en Medicare, el programa de sanidad pública de Estados Unidos para las personas mayores, según la información del Seattle Times. El gigantesco paquete de ayudas de 175.000 millones de dólares que aprobó el Congreso para hacer frente a la pandemia incluye además que las pruebas y los tratamientos de covid-19 sean gratuitos para todo el mundo en el país. Es decir, la pandemia ha obligado a Estados Unidos a hacer una especie de experimento de sanidad universal, pero circunscrito a una sola enfermedad. Y ese experimento está abriendo en canal el debate sobre el sistema sanitario.

La factura de Flor en sí es reveladora de la clase de gastos a los que se está enfrentando un país que hasta mediados de octubre ya ha hecho 64,3 millones de pruebas de coronavirus. Por lo prolongado y extremo del tratamiento, es un caso especial. Un estudio de Fair Health publicado el pasado julio afirmaba que el precio medio del tratamiento por covid es de 34.662 dólares en el grupo de edad de 20 a 30 años y hasta 45.683 en el grupo entre 50 y 60 años. Hay que multiplicarlo por las cifras de la pandemia, que está iniciando una tercera ola de descontrol. En los dos picos que ha habido hasta ahora (abril y julio), hubo más de 60.000 personas hospitalizadas a la vez. Ahora hay 40.000 y está subiendo deprisa. Han muerto ya más de 220.000 personas.

La sanidad en EE UU, excepto para los mayores como el señor Flor y los muy pobres, no es pública. Los ciudadanos necesitan un seguro privado para acceder a un médico o pagar el tratamiento de su bolsillo. Y la gran mayoría de los hospitales de Estados Unidos son negocios que viven de lo que cobran a clientes y aseguradoras. La pandemia está tensando al límite las frágiles costuras de un sistema en el que los enfermos no son enfermos, sino consumidores, y los médicos no son médicos, sino proveedores de servicios.

En ese contexto, los pacientes no se fían de las ayudas federales, y con razón. Por ejemplo, está el caso de Carbery Campbell, una profesora que sintió síntomas de covid-19 tras regresar a Florida desde España. Acudió a urgencias, estuvo allí dos horas y después se encontró con una factura de 6.545 dólares. Cuando llamó para decir que la prueba se suponía que era gratis, le rebajaron 30 dólares. El hospital le quería cobrar por todo lo que no fuera estrictamente la prueba de covid-19.

Esto les puede pasar a los que tienen seguro y creen que están cubiertos. Andrés Martínez, un inmigrante sin documentos de 31 años que vive en Los Ángeles y trabaja en una tienda de tatuajes, ni se plantea ir al médico. Ni siquiera sabía que podía. “No voy a ir al médico si no estoy totalmente seguro de que es covid”, dice, por temor a los costes.

Campbell dio su testimonio a una asociación llamada Patients Rights Advocate, que lucha por mayor transparencia en los precios de los hospitales. Su directora, Cynthia Fischer, los llama “el cártel”. “La opacidad permite a los hospitales y las aseguradoras hacer acuerdos secretos a nuestras espaldas y cobrarnos de más. Es un fraude que se comete todos los días”, dice por teléfono. Fischer presionó a la Casa Blanca para que aprobara un orden ejecutiva obligando a la transparencia en los precios. Donald Trump lo hizo el año pasado y entrará en vigor en 2021. Fischer alaba a Trump, cree que lo que hace falta en la sanidad es más transparencia y más mercado y que eso bajará precios. Los análisis de la orden no lo tienen tan claro.

Eso es lo único concreto que se sepa que Trump ha hecho por la sanidad, y no afecta a la pandemia. En realidad el coronavirus ha obligado a los republicanos a ampliar de facto la cobertura pública. Hasta el momento, los únicos que han experimentado cómo es que el Gobierno ayude con el gasto sanitario son los 20 millones de personas a los que la reforma sanitaria de Obama les permitió acceder a un seguro médico privado con precios subvencionados. Los republicanos llevan seis años prometiendo eliminar Obamacare. El programa es tan popular que no lo han logrado ni cuando tenían la presidencia y la mayoría en las dos Cámaras.

Por ejemplo, una de las provisiones más populares de Obamacare es que prohibió a las aseguradoras rechazar clientes por enfermedades previas. Es un asunto que afecta a unos 130 millones de personas. Es tan importante que Trump repite una y otra vez, en todos los mítines, que va a “proteger a la gente con enfermedades previas”, cuando no ha presentado un plan en cuatro años para hacerlo, y nadie sabe realmente cómo se va a hacer sin Obamacare.

Estados Unidos es el país que más gasta en sanidad, el 17,7% de su PIB (3,6 billones de dólares en 2018). Y, sin embargo, alrededor de 28 millones de personas no tienen acceso a un seguro médico. De los que lo tienen, la mayoría de la gente recibe su seguro médico a través de su trabajo. La pandemia ha destruido 22 millones de empleos, de los que solo se han recuperado la mitad por ahora. Un estudio reciente de The Commonwealth Fund estimaba que unos 14 millones de personas más se han quedado temporalmente a la intemperie sanitaria por la pandemia.

Entre los que sí tienen seguro, muchos incluyen copagos, franquicias y excepciones que, en la práctica, suponen un mazazo económico si fuera necesaria la hospitalización. Joe Biden propone ampliar los criterios para entrar en Medicare (un paso menos que el “Medicare para todos” a la europea que propone la izquierda de su partido) y hacer un seguro médico público opcional para el que no pueda permitirse uno privado.

La pandemia no solo está destruyendo vidas financieramente, también está destruyendo la economía de los hospitales. Según un estudio de la Universidad de Carolina del Norte, han cerrado 15 hospitales rurales en EE UU en lo que va de año, 11 de ellos desde marzo. La razón es que están volcados en el coronavirus y no pueden cobrar por otras cosas. “La gente está evitando ir a los hospitales para no contagiarse y para que no le pasen una factura, y con razón”, explica Arturo Vargas Bustamante, profesor de Política Sanitaria en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA).

“Por lo que más cobran los hospitales es por tratamientos selectivos”, explica Vargas. Eso es lo que la gente no está haciendo. Porque no quiere acudir al médico y porque las camas tienen que estar libres para la pandemia. “Con la pandemia tienen gran demanda, pero con la subvención federal no están cobrando lo habitual. No les reembolsan todos sus gastos cuando todos tus pacientes han dejado de ir al hospital”.

Eso es lo que explica que los hospitales intenten cobrar por cualquier sitio a los pacientes cualquier cosa que puedan argumentar que no esté relacionada con el coronavirus. “Por ejemplo, si has ido al hospital en ambulancia y tienes covid, lo cubren. Pero si fuiste porque creías que tenías covid, y luego resulta que no lo es, te lo cobran”, explica Vargas. Esto redunda en la desconfianza hacia el sistema, que redunda en las dificultades de la industria médica, que tensa cada vez más las contradicciones del sistema sanitario.

Ahora, Obamacare está en serio peligro y los demócratas esperan que sea el gran movilizador del voto el próximo martes. La sanidad fue la principal preocupación de los electores en las legislativas de 2018 y el empeño de los republicanos en destruir un sistema que estaba salvando la vida a 20 millones de personas les costó la mayoría en la Cámara de Representantes. La pandemia y todas las contradicciones que ha puesto de manifiesto solo pueden acelerar ese debate.

Está en peligro porque el próximo 10 de noviembre, justo después de las elecciones, el Tribunal Supremo va a ver un caso que puede acabar definitivamente con el programa de subvenciones públicas de Obama. Los republicanos no han sido muy sutiles a la hora de explicar por qué querían confirmar a todo correr a la magistrada Amy Coney Barrett, que solidifica una mayoría conservadora de seis a tres en el tribunal: quieren que sea el Supremo el que destruya Obamacare, lo que ellos no podían hacer sin jugarse el escaño. Vargas opina que una decisión así sería definitiva para replantearse de verdad y a fondo el sistema de salud. Puede ser hacia más mercado, como quieren Fischer y Trump, o hacia más cobertura pública, como quieren los demócratas. Eso ya no depende del Supremo, sino de las urnas.

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